Algo de lo que viene, pronto.
Porque sí.
Ya casi.
Cuaderno de notas, textos, reseñas; de Horacio Beascochea.
Hoy pude escuchar de nuevo aquellos discos. Sin que doliera o por lo menos sin que el dolor acongojara el pecho.
Las preguntas imposibles revolotean, las respuestas no. Quizás nunca aparezcan.
La congoja parece esfumarse. Ahora queda el nudo atorado, el que dificulta la respiración, de a ratos.
Allá el río, su corriente, el arrastre de los recuerdos.
Acá mis piernas cruzadas y el viento sobre la cara, rodeado de adolescentes , arrumacos y carcajadas.
Primavera a pleno. Destellos en mi oscuridad.
Harapos que revisan tachos de basura.
El lujo —caro— de mi tristeza.
El cielo rojo tras las bardas.
Una lata vacía. Voy por otra.
Salud.
A tu desmemoria.
«Escribir fragmentos, escribir notas en una libreta al vuelo de los días, es lo que más se acerca a una escritura que no sabe que miente. Luego, cuando se reelabora, se crean los subterfugios y establecen las maneras de no decir o no decir del todo. Pero aquí, en esta libreta negra, todavía no sé lo que no me permitiría confesar. No importa si lo que digo es cierto. Ni siquiera hace falta saberlo. No sé lo que pasará mañana. No sé lo que escribiré después. Tengo toda la escritura por delante.»
Caminaba la ciudad de noche, con el disco que en reproducción continua. Recorría la Avenida Spinetto de madrugada, rumbo a casa, bajo el frío del invierno y mientras la ciudad dormía.
Las palabras están cansadas. Agotadas de que las nombren en vano, hartas de la hipocresía, los ninguneos y los ninguneados.
Y todo empezó con un correo electrónico, sobre confirmación para “seguir recibiendo notificaciones cuando se publiquen nuevos comentarios en el blog Con letra propia”.
De ahí a reflotar el espacio, la decisión que fue tomando forma. Fue mi primer refugio, allá a fines del 2009. Lugar donde conocí a personas que escriben. Algunas lo siguen haciendo. Otras no. Antes de que Facebook se lo comiera todo. Habría que hacer un espacio virtual para los blogs olvidados, una suerte de cementerio virtual.
En lo personal, estamos de nuevo. Con el primer amor. El único canal de comunicación, una suerte de diario desatendido, de notas contra la hipocresía de los tiempos actuales.
En este sentido “Alivio contra la ferocidad”, va tomando forma. Textos urgentes que trabajo sin prisas y con pausas, tan diferentes al sueño de anoche, donde el relato fluía entre los dedos, se escurría entre el teclado y avanzaba imparable a una resolución.
En la realidad, la página en blanco se muere de risa mientras retengo la respiración y las palabras pugnan por salir.
Alguien golpea las manos. No es buen tiempo para vender autos, pero lo escucho. “El precio de la cuota lo ponés vos”, dice. Acepto la publicidad. “Gracias por escucharme”, agradece a modo de despedida.
El aroma de las remolachas hervidas y el zapallo inundan la casa y se mezclan con la confusión de la página que sigue en blanco, obvio.
No puedo recordar el sueño, pero la sensación de que el texto fluía sigue presente. Y me aferro a ella mientras las primeras gotas mojan el patio y la gata duerme en el sillón. Ronca. Mi envidia absoluta.
Sus pasos profanaron la tranquilidad de los fantasmas si es que todavía quedaba alguno. Dejó el bolso en una de las sillas y espantó una fina capa de polvo. La llave de luz está en el pasillo, recordó.
Un pájaro pasó ante el sol y produjo un parpadeo extraño. ¿Le pareció o el ambiente tenía su olor? Intentó en no pensar en los días finales, aunque él estaba convencido que La Elisa, como le decían en la villa, había empezado a irse con los gritos de los secuestradores y la vajilla rota mientras él se agarraba a la pollera de su madre. Siguieron vivos gracias al cura y la solidaridad de algunos vecinos.
Ella decidió escapar y el interior del país pareció una buena idea. Continuó la docencia en otra ciudad y un día imaginó esta casa en las afueras. Pasaron años y la enseñanza se realimentó con caballetes, tablas y platos de comida, porque si algo no había cambiado eran las mentiras de campaña, la hipocresía y el hambre recurrente.
Construir desde lo colectivo, contraponerlo a lo individual, eso decía tu papá, pregonaba ella. Ernesto creció en una llanura con sus malones ocultos y las hojas del viento oscilando por las noches. A nadie le extrañó que no se fuera de su lado y que el comedor mudara en biblioteca, creciera con talleres. Saciar el hambre no es solo dar un plato de comida, señalaba Elisa.
Un día nació el libro de poemas colectivos. De edición artesanal ponía en palabras sueños apiñados. Por supuesto que la idea había sido de ella. ¿Le parece doña?, ¿Qué vamos a contar nosotros?
Elisa tuvo un nuevo compañero y el mundo tenía un sentido hasta que se le declaró la enfermedad. Una palabra. Maldita. Lapidaria. Con esto -y señaló el comedor- hacé lo que quieras, pero al Braulio no me lo dejes solo. Es un buen hombre, le pidió. Ambos le prometieron continuar con su trabajo pero el dolor pudo más y se mudaron al centro.
La casa se llenó de polvo y los recuerdos se amañaron en los rincones. Estaba a punto de liquidar todo cuando se topó con las fotos de la presentación del libro. Música y baile en la barriada. Recorrió algunas caras. Desconocidas y radiantes, ese brillo en las pupilas. Lo reconoció de inmediato. Mañana voy a la casa, le dijo a Braulio. El viejo no dijo nada y chupó otro mate.
Ya en el interior, se preguntó si había sido una buena idea. Vio la escalera. Libros en los escalones, apoyados en los listones que sostenían la baranda. Reconoció el diccionario de sinónimos, un Manual de Usos y Costumbres del Español y el ejemplar de poemas colectivos. La semilla plantada ante un mundo egoísta. Oyó unos pasos y vio la cara de Braulio. Levantó la térmica y supo que estaban de regreso.