Primavera

Hoy pude escuchar de nuevo aquellos discos. Sin que doliera o por lo menos sin que el dolor acongojara el pecho.
Las preguntas imposibles revolotean, las respuestas no. Quizás nunca aparezcan.
La congoja parece esfumarse. Ahora queda el nudo atorado, el que dificulta la respiración, de a ratos.
Allá el río, su corriente, el arrastre de los recuerdos.
Acá mis piernas cruzadas y el viento sobre la cara, rodeado de adolescentes , arrumacos y carcajadas.
Primavera a pleno. Destellos en mi oscuridad.
Harapos que revisan tachos de basura.
El lujo —caro— de mi tristeza.
El cielo rojo tras las bardas.
Una lata vacía. Voy por otra.
Salud.
A tu desmemoria.

Tengo toda la escritura por delante

«Escribir fragmentos, escribir notas en una libreta al vuelo de los días, es lo que más se acerca a una escritura que no sabe que miente. Luego, cuando se reelabora, se crean los subterfugios y establecen las maneras de no decir o no decir del todo. Pero aquí, en esta libreta negra, todavía no sé lo que no me permitiría confesar. No importa si lo que digo es cierto. Ni siquiera hace falta saberlo. No sé lo que pasará mañana. No sé lo que escribiré después. Tengo toda la escritura por delante.»

(Lalo, Eduardo, “Simone”, Buenos Aires, Corregidor, 2012, p. 58).
Me rindo ante Lalo, no hay caso. Pienso en la escritura fragmentaria, el derroche de palabras en una libreta, mientras paseo en la ciudad. La señora y su hijo esperan un colectivo que no llega, como yo. Él la abraza, ella simula quejarse, pero se deja contener. «Sos un payaso», escucho.
Enfrente, una pareja apoyada contra una vidriera de instrumentos musicales. Sus besos, la música de sus gestos.
Me olvidé los auriculares. Bocinazos, prisas, palabras que arrojo sin pensar, acaso como Simone. ¿Por qué todavía seguimos escribiendo?
Pasan los colectivos amarillos y el mío que no llega.
El cielo encapotado, el mimo del olor a lluvia.  ¿Es aquél? No tampoco.

La música en la estación

Caminaba la ciudad de noche, con el disco que en reproducción continua. Recorría la Avenida Spinetto de madrugada, rumbo a casa, bajo el frío del invierno y mientras la ciudad dormía.

Eran tiempos parecidos a estos, con la diferencia que había cierta estabilidad económica. Pero se repetían la hipocresía y las mentiras, el cinismo, las complicidades, crecían los silencios y los despojados que el neoliberalismo dejaba en las calles.
“Sur” era la poesía hecha cine y Piazzolla la revelación. “No ves que vivo en un país, que está de olvido, siempre gris”, cantaba Goyeneche.
Mi primer trabajo registrado, en horario nocturno, con francos semanales. Uno, en realidad. La extrañeza de trabajar los fines de semana primero, la costumbre después.
Cuando pude me compré un equipo de música, “La mosca y la sopa”, en CD. “Pasó de moda el Golfo, como todo, ¿viste vos? como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás”. Y “El amor después del amor”, recién salido del horno.
Caminar la ciudad fue siempre una costumbre. Y de una u otra manera terminaba en la estación de tren, abandonada, la que mira a las salas necrológicas, te regalo la metáfora. Podía pasarme un buen rato mirando los durmientes cubiertos de yuyos, esperando algo que no llegaba, acompañado de la falta y con la música para mantener a raya al pesimismo.
Pasaron los años, la estación es un espacio más agradable y la música me sigue acompañando, aunque quizás debiera renovar algunos discos. Piazzolla no, por supuesto.

Palabras cansadas

Las palabras están cansadas. Agotadas de que las nombren en vano, hartas de la hipocresía, los ninguneos y los ninguneados.

No hay tregua que sacie la voracidad de lo real. El asco de las mentiras que se repiten hasta el hartazgo por (casi) todos los canales de tevé, la escalada de una violencia verbal y gestual que parece no tener techo.
Me dijeron que el futuro se labraba/y yo por mucho que miro/sólo encuentro temor/y ningún motivo/para seguir contando mis pasos.
Buena síntesis de Loreto Sesma. La poesía y el blog como refugio. Para mi sorpresa todavía existen algunos y veo a varios y varias refugiarse allí.
“Alivio contra la ferocidad” está casi listo. Textos urgentes que se fueron buscando, apiñando entre ellos en un corpus que esperan por una última revisión.
Carlos Busqued (impresionante obra “Bajo un sol tremendo”) dice en un tuit que si alguien regala un libro es porque no valora lo que escribe. No acuerdo, pero me quedo pensando en ello.
Sábado. Las palabras siguen cansadas y el mate se enfrió. No había salido bueno tampoco. Habrá que ensillarlo, como también consolidar la tregua con lo real. Por lo menos por un rato, hacer las paces, tender puentes, trabajar en ese prólogo que se niega. Espantar los ruidos para oír las voces.

Diario desatendido

Y todo empezó con un correo electrónico, sobre confirmación para “seguir recibiendo notificaciones cuando se publiquen nuevos comentarios en el blog Con letra propia”.


De ahí a reflotar el espacio, la decisión que fue tomando forma. Fue mi primer refugio, allá a fines del 2009. Lugar donde conocí a personas que escriben. Algunas lo siguen haciendo. Otras no. Antes de que Facebook se lo comiera todo. Habría que hacer un espacio virtual para los blogs olvidados, una suerte de cementerio virtual.

En lo personal, estamos de nuevo. Con el primer amor. El único canal de comunicación, una suerte de diario desatendido, de notas contra la hipocresía de los tiempos actuales.

En este sentido “Alivio contra la ferocidad”, va tomando forma. Textos urgentes que trabajo sin prisas y con pausas, tan diferentes al sueño de anoche, donde el relato fluía entre los dedos, se escurría entre el teclado y avanzaba imparable a una resolución.

En la realidad, la página en blanco se muere de risa mientras retengo la respiración y las palabras pugnan por salir.

Alguien golpea las manos. No es buen tiempo para vender autos, pero lo escucho. “El precio de la cuota lo ponés vos”, dice. Acepto la publicidad. “Gracias por escucharme”, agradece a modo de despedida.

El aroma de las remolachas hervidas y el zapallo inundan la casa y se mezclan con la confusión de la página que sigue en blanco, obvio.

No puedo recordar el sueño, pero la sensación de que el texto fluía sigue presente. Y me aferro a ella mientras las primeras gotas mojan el patio y la gata duerme en el sillón. Ronca. Mi envidia absoluta.

 
 
 
 
 
 
 

Otro diciembre

Me espera con el pucho apagado entre los labios y saluda con un movimiento de cabeza. Se sienta bajo el olmo, en una silla que todavía resiste su peso. Se quita la gorra y la cuelga en el respaldo. Sonrío. O intento. Dicen que el viejo solo habla conmigo.
—Que hacés…
—Bien. ¿Y usted?
—¿Lloverá? Nora olía a lluvia. Y más cuando me miraba de esa manera donde el único lugar era la cama, el despiole que armábamos.
Pedía por ella cuando lo rescaté del caserío abandonado. Juraba que se la habían llevado los indios, que no pudo hacer nada para evitarlo.
—Molesta diciembre, no sé si te lo dije —lanza. —No solo por esos ladinos. A veces aparece la vecina de Pablo. La que se tiró a las vías del tren. O el pequeño atropellado por los ladrones que escapaban de la policía. Lo seguí al chiquito hasta el caldén aquél, ¿lo ves?
Lo escucho. No me atrevo a decirle que no está en El Remanso, que el pueblo fue abandonado hace muchos años.
—¿Qué hora es? Tengo que ir a abrir la estafeta postal. ¿Te conté que ahí nos conocimos? Tenía una letra chiquita y con ribetes. Igual que ella. Verla fue quererla.
Enfrente la brisa mueve el pino y sus guirnaldas. El esplendor de las luces y los adornos contrasta con la soledad de los viejos que esperan por visitas.
—¿Te quedás un rato? Componé ese mate. Al fin y al cabo todas son composiciones. ¿De qué otra manera podía acercarme a Nora? Toda una tarde escribiendo. Leyó la carta, la dobló al medio. Casi una sonrisa.
El agua está caliente. Pienso en sus fantasmas que salen de madrugada a recorrer la ciudad, cuando las penumbras se resisten a irse y el sol es una amenaza en el horizonte.
—Ahora sí. —dice y chupa dos veces más.
—Vengo a invitarte. En casa todos quieren conocerte.
Niega con un movimiento de cabeza.
—No puedo, mirá si aparece la Nora y no estoy ¿Te conté que yo tocaba el acordeón? Las farras que armábamos para estas fechas. ¿Por qué me sacaste del caserío y seguís viniendo? Yo estaba bien allá.
Una pausa, tensa. Demasiado larga. —Te agradezco pero no insistas —agrega. Se calza la gorra y su mirada traspasa las paredes del asilo.
—Otro diciembre —oigo.
Me ignora el mate. Algo ha cambiado, más allá de que anochece. Sé que no va a hablar más.
El enfermero se sorprende al verme en la cocina.
—¿Qué hace falta?
—¿Para qué te vas a quedar? Don Roque ya está en su mundo.
—No sé. Creo que se lo debo.
—¿No te espera nadie en casa?
Pienso en la vieja y su enojo por el faltazo.
—No es eso. A veces hay lugares en los que hay que estar.
El tipo asiente. Afuera se escucha un petardo.

Libros en los escalones

La casa estaba cubierta de pastos altos y el silencio era interrumpido por chajás, grillos y gorriones. Ernesto miró la llave y se preguntó si debía entrar. ¿Qué vas a hacer ahí? Necesito volver, fue la respuesta. La cerradura cedió.

Sus pasos profanaron la tranquilidad de los fantasmas si es que todavía quedaba alguno. Dejó el bolso en una de las sillas y espantó una fina capa de polvo. La llave de luz está en el pasillo, recordó.
Un pájaro pasó ante el sol y produjo un parpadeo extraño. ¿Le pareció o el ambiente tenía su olor? Intentó en no pensar en los días finales, aunque él estaba convencido que La Elisa, como le decían en la villa, había empezado a irse con los gritos de los secuestradores y la vajilla rota mientras él se agarraba a la pollera de su madre. Siguieron vivos gracias al cura y la solidaridad de algunos vecinos.
Ella decidió escapar y el interior del país pareció una buena idea. Continuó la docencia en otra ciudad y un día imaginó esta casa en las afueras. Pasaron años y la enseñanza se realimentó con caballetes, tablas y platos de comida, porque si algo no había cambiado eran las mentiras de campaña, la hipocresía y el hambre recurrente.
Construir desde lo colectivo, contraponerlo a lo individual, eso decía tu papá, pregonaba ella. Ernesto creció en una llanura con sus malones ocultos y las hojas del viento oscilando por las noches. A nadie le extrañó que no se fuera de su lado y que el comedor mudara en biblioteca, creciera con talleres. Saciar el hambre no es solo dar un plato de comida, señalaba Elisa.
Un día nació el libro de poemas colectivos. De edición artesanal ponía en palabras sueños apiñados. Por supuesto que la idea había sido de ella. ¿Le parece doña?, ¿Qué vamos a contar nosotros?
Elisa tuvo un nuevo compañero y el mundo tenía un sentido hasta que se le declaró la enfermedad. Una palabra. Maldita. Lapidaria. Con esto -y señaló el comedor- hacé lo que quieras, pero al Braulio no me lo dejes solo. Es un buen hombre, le pidió. Ambos le prometieron continuar con su trabajo pero el dolor pudo más y se mudaron al centro.
La casa se llenó de polvo y los recuerdos se amañaron en los rincones. Estaba a punto de liquidar todo cuando se topó con las fotos de la presentación del libro. Música y baile en la barriada. Recorrió algunas caras. Desconocidas y radiantes, ese brillo en las pupilas. Lo reconoció de inmediato. Mañana voy a la casa, le dijo a Braulio. El viejo no dijo nada y chupó otro mate.
Ya en el interior, se preguntó si había sido una buena idea. Vio la escalera. Libros en los escalones, apoyados en los listones que sostenían la baranda. Reconoció el diccionario de sinónimos, un Manual de Usos y Costumbres del Español y el ejemplar de poemas colectivos. La semilla plantada ante un mundo egoísta. Oyó unos pasos y vio la cara de Braulio. Levantó la térmica y supo que estaban de regreso.

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