Hilario miró el cielo. Un famélico celeste se escondía detrás de las ondulaciones del terreno y sus pastos verdes mientras el caballo se detenía, como si supiese que quería disfrutar del paisaje. Él conocía de memoria esa tierra y sus curvas. Leguas de llanura detrás y en el horizonte las cruces. La bienvenida previa a la Colonia, si uno se adentraba desde el campo y no venía por las rutas conocidas.
Le soltó las riendas y lo dejó pastar a su antojo, vagar como él vagaba con sus pensamientos. No eran tan distintos.
El patrón no le habló más. Mandó a Benítez que se encarga de todo, a decirle que tenía que dejar la tapera, ir a vivir con el resto de la peonada a la casa grande. Era una forma de echarlo porque ambos sabían que no dejaría su rancho. Era del padre de su padre y había soportado el frío, el abandono y los malones cuando la Conquista del Desierto no estaba en los planes de nadie. «Mi abuelo fue el primer huinca en esta tierra», reiteraba Hilario a los peones. Lo respetaban por viejo. O lo ignoraban por loco. Le daba igual.
Pensar no es tan distinto a pastar. Se picotea acá y allá, para volver sobre los pasos. Se saborea y descarta, en complicidad con la tierra, en desencuentro con las tormentas. «Rumiamos pensamientos que después escupimos», se dijo. El caballo probaba aquí y allá y de tanto en tanto levantaba las orejas. La mañana discurría en calma. Por lo menos, esta vez no había oído a los indios. A veces Hilario temía por su cordura, pero se tranquilizaba cuando los animales también los percibían. Estaban allí, agazapados, dispuestos a arrasar la tierra huinca con su malón. Como contaba su abuelo. Ladinos y salvajes. Los que se habían llevado a su abuela y nunca más había visto. A los indios y a los rifles los carga el diablo.
El alazán levantó la cabeza y apuró el paso. Era extraño porque siempre evitaba el cementerio, pero iba hacia allá. Hilario se inquietó, pero lo dejó hacer, confiaba en los animales. Pasaron de largo el panteón de los Reyes, la tumba cubierta de yuyos del pequeño Eduardo y dos o tres más que habían sido profanadas.
El aroma de la tierra plana le invadió los pulmones, esa persistencia de pasto húmedo y osadía, de brisa memoriosa y rebelión, olores que El Porvenir acentuaba. O era solo su impresión, quién sabe.
Aguzó el oído. Algo quebraba el concierto de la llanura. «Quieto», le dijo al caballo que se detuvo en seco. Se paró sobre las estribos pero no pudo ver nada. Colocó una rodilla sobre la montura y logró ponerse de pie en el lomo del animal. Los chasquidos seguían y parecían provenir de la avenida cubierta de yuyos.
Entonces la vio. Llevaba una musculosa blanca, un bolso en bandolera y con una gran cámara de fotos disparaba sin interrupciones: el exterior de la iglesia, los canteros llenos de yuyos, el almacén de Ramos Generales, la estación del ferrocarril. La vio dudar, regresar sobre sus pasos y demorarse en la iglesia; otra vez los despojos de la estación. Sacaba fotos como estuviera en trance. Hasta que se detuvo y decidió ingresar a la iglesia.
Podía verla desde su elevación. El caballo resopló y el volvió a sentarse. «Vamos», le dijo y avanzaron por la avenida.
En una esquina el auto estacionado, se preguntó cómo había llegado en ese cacharro. Pensó en acercarse a ella, pero recordó su barba de varios días y retrocedió sobre sus pasos. No quería asustarla.
Camino a la estancia se preguntó quién era. No podía dejar de pensar en el cabello negro descansando sobre los hombros, un gesto decidido de búsqueda e interrogantes, la musculosa blanca contra la piel dorada, una vibración olvidada en el cuerpo. No era como las chicas del cabaret. Las manos le transpiraban sobre las riendas.
¿Quién era?, ¿Qué hacía en el caserío?
(Fragmento de «Lo que queda», novela publicada por Colisión Libros, que ya podés conseguir en Malapalabra, casa librera, en Neuquén capital).
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