Literatura, supongo

… Era riojano, tal vez. O jujeño. O a lo mejor, ninguna de las dos cosas, pero a mí, no sé por qué, me gustó que fuese jujeño, del mismo modo que elegí tu risa: un matiz sombrío de tu risa, que si no existió debiera haber existido. Literatura, supongo. Las palabras que hacen tan fácil una lluvia, que se meten en la vida (mi vida) y la desplazan, desalojan tu cuerpo real y tus ojos -pardos, raros, parecidos a los de otra mujer y tal vez por eso te dije que te quería, o te quise- ojos que en algún momento de esa primera noche me hicieron decir una idiotez, salpicados como eran de puntitos negros, de gata, eso fue lo que dije. Y vos te burlaste. «Es fatal», dijiste sonriendo: «Los gatos, las brujas». Tenías la voz oscura, alargada en un canturreo. Cierto, dije molesto, la originalidad. Me mirabas. Que la originalidad se la regalo a los que no tienen otra cosa. Dijiste que no era para tanto y dejaste de sonreír. Después no sé.

Una de esas conversaciones caóticas y disparatadas que son como tanteos o como señales luminosas emitidas en la oscuridad por dos que se buscan, cuando uno ya siente que se orienta hacia el otro, que se aproxima al centro de otra incógnita. Una especie de juego en la que la carta mágica puede aparecer en cualquier momento

Castillo, Abelardo, «Crónica de un iniciado», edición digital.

El papelito rosado

Mientras el sol del mediodía pinta de blanco el cemento de las veredas y construcciones, otros colores caen desde la ventana abierta de un edificios de oficinas, a treinta y cinco pisos de altura. Ahora, sobre la vereda impactada, un cuerpo envuelto en un traje oscuro barato exhibe el interior de sus órganos, manando sangre que repta con la lentitud propia de un líquido semiespeso.

Alrededor se forma un círculo de gente. Charlas, comentarios, celulares tomando fotos. La muerte se transforma en centro de atención. Observar un cadáver conforma la última línea de defensa contra la nada: ver la muerte en otro, verla y no experimentarla, estar en presencia de un cuerpo vaciado de vida que -por ahora, sólo por ahora- no es el propio. Esa incompatibilidad entre observar y morir es la razón por la que no hay espejos en las salas velatorias.

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Los golpes de remo

Los golpes de remo se funden con la respiración.

Las distintas voces de Oskar conforman un todo que, en realidad, no existe.

El propio Oskar deforma su historia. Habla de fallos de memoria, de insignificancias, de desgana. Deslinda fragmentos de la historia y habla escuetamente tamborileando con el índice en el hule. Rara vez responde a las preguntas. No es que las evite, pero sus respuestas siempre son ambiguas y abiertas.

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Sobre estilo y escritura

Y a veces, uno piensa que es una persona que escribe. No escritor, que conlleva algo de pose. Sí una persona que escribe.

A propósito de la escritura, Piglia en sus diarios:

Al principio las cosas fueron difíciles. No tenía nada que contar, su vida era absolutamente trivial. «Me gustan mucho los primeros años de mi diario justamente porque allí lucho con el vacío. No pasaba nada, nunca pasa nada en realidad, pero en aquel tiempo me preocupaba. Era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias», había dicho una tarde en el bar de Arenales y Riobamba.

Entonces empezó a robarle la experiencia a la gente conocida, las historias que se imaginaba que vivían cuando no estaban con él. Escribía muy bien en esa época, dicho sea de paso, mucho mejor que ahora. Tenía una convicción absoluta y el estilo no es otra cosa que la convicción absoluta de tener un estilo».

Ricardo Piglia, en «Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación», edición digital.

(La foto es de Pexels).

Promesa de realización

«Me levanté y encendí una luz suave. Me sentía calmado y lúcido, como un loto que se abre. No caminaba agitadamente de acá para allá, no me arrancaba los pelos por las raíces. Me recliné despacio en una silla junto a la mesa y con un lápiz empecé a escribir. Describí con palabras sencillas lo que sentía al tomar la mano de mi madre y caminar por los campos bañados por el sol, cómo me sentía al ver a Joey y Tony corriendo hacia mí con los brazos abiertos y la cara radiante de alegría. Coloqué un ladrillo sobre otro como un honrado albañil. Algo de naturaleza vertical estaba produciéndose: no briznas de hierba creciendo, sino algo estructural, algo proyectado. No me forcé para acabarlo; me detuve, cuando había dicho todo lo que podía. Releí tranquilamente lo que había escrito. Me sentí tan emocionado, que se me saltaron las lágrimas. No era algo para enseñar a un editor: era algo para guardar en un cajón, para conservar como recordatorio de los procesos naturales, como promesa de realización».

Henry Miller en «Sexus», edición digital.

(Foto de hannah grace en Unsplash).

Paliar una carencia de lectura

«… Un escritor de narrativa o de poesía que posea más de mil libros empieza a ser sospechoso. Para qué escribe, me pregunto. Sólo debería escribirse para paliar alguna carencia de lectura. Ahí donde advertimos un hueco en nuestra biblioteca, la falta de cierto libro en particular, se justifica que tomemos la pluma para, de la manera más decorosa posible, escribirlo nosotros. Escribir, pues, como un correctivo. Escribir para seguir leyendo».

Morábito Fabio, “El idioma materno”, Buenos Aires, Ediciones Gog y Magog, 2014.

Volver a creer es una guerra

En cuanto a la felicidad, la felicidad verdadera, la felicidad no adulterada… trató de pensar en la última vez que había sido feliz, pero lo único que recordó fue la mano de su padre sobre su cabeza. El mundo era tan armonioso entonces. Había un cielo y había un infierno y había un camino infalible para pasar de uno a otro. Él tenía todas las respuestas, tenía las llaves del reino: de los reinos, porque eran tres. La Oscuridad Exterior le respiraba en la nuca pero él jamás se dejaría tentar, a menos que renegara de lo que sabía. Pero después renegó de lo que sabía. Mejor no haber sabido nunca antes que saber y renunciar: eso era imperdonable. Ese era el pecado imposible de perdonar.

Trató de encontrar el camino de regreso, pero si creer es una batalla cuesta arriba, volver a creer es una guerra: fuego cruzado de mosquetes y bayonetas sedientos de sangre.

Del cuento, «La amputada», en el libro «El cielo de los animales», de David James Poissant.

Canta las cosas que penetran al corazón

CANTO

Tú no cantes
no cantes a las flores de cerezo
ni a las alas de las libélulas
no cantes al murmullo del aire
ni al aroma del cabello de las mujeres.

Niégate
todas las cosas débiles
todas las cosas frágiles
todas las cosas melancólicas.

Rechaza
todas las cosas sentimentales
y canta con franqueza
lo que piensas
lo que llena nuestro estómago.

Canta las cosas que penetran al corazón
canta un canto que aúlle cuando lo destrocen
un canto que brote desde el fondo del agravio.

Estos cantos
cántalos valerosamente con una melodía severa.

Estos cantos
clávalos con martillo en el corazón de la gente.

SHIGUEHARU NAKANO (FUKUI, JAPÓN, 1902-1979)

De origen campesino. Ingresó en 1924 en la facultad de letras alemanas de la Universidad de Tokio. En 1926 publicó la revista Roba (El asno), en colaboración con otros jóvenes poetas. Organizó un grupo literario marxista con estudiantes universitarios, llamado Sociedad de Estudios sobre el Arte Marxista, el que se unió más tarde a la Federación de Arte Literario Proletario del Japón, cuya revista fue Bunguei Sensen (Frente de Arte Literario). Nakano tuvo participación decisiva en la elaboración de la teoría de lo que en el Japón se conoce como literatura proletaria, movimiento surgido en 1921, y destrozado en 1932 por el gobierno ultranacionalista japonés. En su obra concilia el lirismo y lo ideológico. Se considera la máxima representación de la poesía marxista del Japón. Sufrió cárcel y censura.

(Extraído de Antología de la poesía moderna del Japón, 1868-1945.)
AA. VV., 2010. Traducción y selección: Atsuko Tanabe.

Imagen: Pixabay.

El monte y el río

En mi patria hay un monte.
En mi patria hay un río.

Ven conmigo.

La noche al monte sube.
El hambre baja al río.

Ven conmigo.

Quiénes son los que sufren?
No sé, pero son míos.

Ven conmigo.

No sé, pero me llaman
y me dicen: «Sufrimos».

Ven conmigo.

Y me dicen: «Tu pueblo,
tu pueblo desdichado,
entre el monte y el río,
con hambre y con dolores,
no quiere luchar solo,
te está esperando, amigo».

Oh tú, la que yo amo,
pequeña, grano rojo
de trigo,
será dura la lucha,
la vida será dura,
pero vendrás conmigo.

Del libro Los versos del capitán, de Pablo Neruda.

Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre

Robar

A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo unos cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más.

Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Como me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.

(Morábito Fabio, “El idioma materno”, Buenos Aires, Ediciones Gog y Magog, 2014, pp. 9-10)