Alivio contra la ferocidad (o Acerca de este libro)

En tiempos de ferocidad es imperativo contar con cercanías que pongan a raya el egoísmo y la hipocresía. Juntarse, arremolinarse, apalabrar a los quedan, buscar alivio silencioso en los abrazos, y apretar los dientes —*los de arriba contra los de abajo*— a la espera de otros tiempos.

Por eso este libro. Textos urgentes para desconfiar de los buenos modales que arrasan derechos. Palabras que decidieron juntarse para susurrar lo que queda de un colectivo abandonado, entre el batir de alas de los cuervos en la oscuridad.
Sabiendo que todo pasa. Incluso esta ferocidad.

Textos incluidos
Lo que queda
El colectivo abandonado
El cartel de la calle
La bocina del tren
Aleteos en la oscuridad
Cita contra la desmemoria
El Maxi
Parque Central
Frío, mucho frío
Libros en los escalones
Alivio contra la ferocidad I
Alivio contra la ferocidad II
Alivio contra la ferocidad III
Septiembre demorado I
Septiembre demorado II
Aproximaciones al mar I
Aproximaciones al mar II
El remanso
Los abrazos
Apalabrar y juntar

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(*) Me fui pensando, también, pensando que acaso entender nuestra tragedia es como el viento que cruza Comala: una sensación, un temor, un espanto, una suma de corajes y de muertes imprecisas. Me di cuenta de que yo también me mordía los dientes con fuerza. Los de arriba contra los de abajo. Como siempre pasa.

(Giardinelli, Mempo, “Que solos se quedan los muertos”).

Otro diciembre

Me espera con el pucho apagado entre los labios y saluda con un movimiento de cabeza. Se sienta bajo el olmo, en una silla que todavía resiste su peso. Se quita la gorra y la cuelga en el respaldo. Sonrío. O intento. Dicen que el viejo solo habla conmigo.
—Que hacés…
—Bien. ¿Y usted?
—¿Lloverá? Nora olía a lluvia. Y más cuando me miraba de esa manera donde el único lugar era la cama, el despiole que armábamos.
Pedía por ella cuando lo rescaté del caserío abandonado. Juraba que se la habían llevado los indios, que no pudo hacer nada para evitarlo.
—Molesta diciembre, no sé si te lo dije —lanza. —No solo por esos ladinos. A veces aparece la vecina de Pablo. La que se tiró a las vías del tren. O el pequeño atropellado por los ladrones que escapaban de la policía. Lo seguí al chiquito hasta el caldén aquél, ¿lo ves?
Lo escucho. No me atrevo a decirle que no está en El Remanso, que el pueblo fue abandonado hace muchos años.
—¿Qué hora es? Tengo que ir a abrir la estafeta postal. ¿Te conté que ahí nos conocimos? Tenía una letra chiquita y con ribetes. Igual que ella. Verla fue quererla.
Enfrente la brisa mueve el pino y sus guirnaldas. El esplendor de las luces y los adornos contrasta con la soledad de los viejos que esperan por visitas.
—¿Te quedás un rato? Componé ese mate. Al fin y al cabo todas son composiciones. ¿De qué otra manera podía acercarme a Nora? Toda una tarde escribiendo. Leyó la carta, la dobló al medio. Casi una sonrisa.
El agua está caliente. Pienso en sus fantasmas que salen de madrugada a recorrer la ciudad, cuando las penumbras se resisten a irse y el sol es una amenaza en el horizonte.
—Ahora sí. —dice y chupa dos veces más.
—Vengo a invitarte. En casa todos quieren conocerte.
Niega con un movimiento de cabeza.
—No puedo, mirá si aparece la Nora y no estoy ¿Te conté que yo tocaba el acordeón? Las farras que armábamos para estas fechas. ¿Por qué me sacaste del caserío y seguís viniendo? Yo estaba bien allá.
Una pausa, tensa. Demasiado larga. —Te agradezco pero no insistas —agrega. Se calza la gorra y su mirada traspasa las paredes del asilo.
—Otro diciembre —oigo.
Me ignora el mate. Algo ha cambiado, más allá de que anochece. Sé que no va a hablar más.
El enfermero se sorprende al verme en la cocina.
—¿Qué hace falta?
—¿Para qué te vas a quedar? Don Roque ya está en su mundo.
—No sé. Creo que se lo debo.
—¿No te espera nadie en casa?
Pienso en la vieja y su enojo por el faltazo.
—No es eso. A veces hay lugares en los que hay que estar.
El tipo asiente. Afuera se escucha un petardo.

Libros en los escalones

La casa estaba cubierta de pastos altos y el silencio era interrumpido por chajás, grillos y gorriones. Ernesto miró la llave y se preguntó si debía entrar. ¿Qué vas a hacer ahí? Necesito volver, fue la respuesta. La cerradura cedió.

Sus pasos profanaron la tranquilidad de los fantasmas si es que todavía quedaba alguno. Dejó el bolso en una de las sillas y espantó una fina capa de polvo. La llave de luz está en el pasillo, recordó.
Un pájaro pasó ante el sol y produjo un parpadeo extraño. ¿Le pareció o el ambiente tenía su olor? Intentó en no pensar en los días finales, aunque él estaba convencido que La Elisa, como le decían en la villa, había empezado a irse con los gritos de los secuestradores y la vajilla rota mientras él se agarraba a la pollera de su madre. Siguieron vivos gracias al cura y la solidaridad de algunos vecinos.
Ella decidió escapar y el interior del país pareció una buena idea. Continuó la docencia en otra ciudad y un día imaginó esta casa en las afueras. Pasaron años y la enseñanza se realimentó con caballetes, tablas y platos de comida, porque si algo no había cambiado eran las mentiras de campaña, la hipocresía y el hambre recurrente.
Construir desde lo colectivo, contraponerlo a lo individual, eso decía tu papá, pregonaba ella. Ernesto creció en una llanura con sus malones ocultos y las hojas del viento oscilando por las noches. A nadie le extrañó que no se fuera de su lado y que el comedor mudara en biblioteca, creciera con talleres. Saciar el hambre no es solo dar un plato de comida, señalaba Elisa.
Un día nació el libro de poemas colectivos. De edición artesanal ponía en palabras sueños apiñados. Por supuesto que la idea había sido de ella. ¿Le parece doña?, ¿Qué vamos a contar nosotros?
Elisa tuvo un nuevo compañero y el mundo tenía un sentido hasta que se le declaró la enfermedad. Una palabra. Maldita. Lapidaria. Con esto -y señaló el comedor- hacé lo que quieras, pero al Braulio no me lo dejes solo. Es un buen hombre, le pidió. Ambos le prometieron continuar con su trabajo pero el dolor pudo más y se mudaron al centro.
La casa se llenó de polvo y los recuerdos se amañaron en los rincones. Estaba a punto de liquidar todo cuando se topó con las fotos de la presentación del libro. Música y baile en la barriada. Recorrió algunas caras. Desconocidas y radiantes, ese brillo en las pupilas. Lo reconoció de inmediato. Mañana voy a la casa, le dijo a Braulio. El viejo no dijo nada y chupó otro mate.
Ya en el interior, se preguntó si había sido una buena idea. Vio la escalera. Libros en los escalones, apoyados en los listones que sostenían la baranda. Reconoció el diccionario de sinónimos, un Manual de Usos y Costumbres del Español y el ejemplar de poemas colectivos. La semilla plantada ante un mundo egoísta. Oyó unos pasos y vio la cara de Braulio. Levantó la térmica y supo que estaban de regreso.

Imagen libre de Pixabay