Don Bravo se despertó con las primeras luces del alba. Se calzó las bombachas, las alpargatas de yute, la boina negra y salió del rancho. A unos metros, lo esperaba la casilla del baño con techo a las estrellas.
El mugido resonó en la lejanía. Cumplimentados los primeros menesteres, fue a mojarse la cara en la palangana, levantó la vista y el trozo de espejo que colgaba de la pared de su ruca, como le dijo alguna vez su amigo cona, devolvió las arrugas como surcos de arado a medio terminar y una incipiente barba.
Entonces los oyó. El tranco cansino que hacía vibrar la tierra cada vez que pasaban. Salió fuera y a centenares de metros la indiada volvía de un nuevo malón. El que parecía ser el jefe, lo saludó con la mano, gesto que él devolvió, levantando el brazo.
Esta vez, el resultado de la incursión a tierra huinca parecía escaso: algunas vacas, casi ninguna cautiva y la sensación de derrota inminente. Bravo recordó leguas al este la nueva línea de fortines, la escalada de los hombres con casacas azules y fusiles a repetición que olían a muerte y pólvora.
Desde el interior del rancho, su china vio al hombre levantar el brazo al horizonte y trató de adivinar qué estaba mirando, aunque ya lo sabía.
—¿Ya regresaron? —le dijo mientras le alcanzaba un mate.
—Sí. Miralos. Pobres, no tienen nada. No creo que aguanten mucho más. Igual me dejaron esto —y señaló en los pastos puna.
Ella calló. Tomó el mate que le devolvió su compañero y miró esa línea del horizonte en donde el cielo parecía aquerenciarse con la tierra, sin divisar nada. Su esposo necesita atención médica, señora, recordó.
—Vení, vamos adentro, —le pidió. —Tenemos que ir temprano a la estancia, a limpiar un poco, que mañana viene el patrón con sus hijos y sabés que le gusta encontrar todo en orden.
—Juana… ¿vos también los ves?
Iba a zanjar la pregunta para siempre, decirle que estaban en el siglo veintiuno y que ya casi no quedaban indios; que los que habían eran sobrevivientes de un pasado abusivo, como su enfermedad degenerativa que le acorralaba la cordura.
Pero entonces miraba el rancho y se encontraba entre los pastos puna con las chuzas, el tasajo, las plumas y los cueros de vaca que la indiada les dejaba de regalo a la vuelta del malón.
—Sí. Los veo —contestó.
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