Un universo saliendo del fondo negro de un sombrero de copa

“Estábamos tomando el té, serían las dos de la mañana, acaso más, cuando Cordes me leyó unos versos suyos. Era un poema extraño, publicado después en una revista de Buenos Aires. Debo tener el recorte en alguna de las valijas, pero no vale la pena de ponerme a buscarlo ahora. Se llamaba «El pescadito rojo». El título es desconcertante y también a mí me hizo sonreír. Pero hay que leer el poema. Cordes tiene mucho talento, es innegable. Me parecía fluctuante, indeciso, y acaso pudiera decirse de él que no había acabado de encontrarse. No sé qué hace ahora ni cómo es; he dejado de tener noticias suyas y desde aquella noche no volví a verlo, a pesar de que sabía dónde buscarme.
Aquella noche dejé enfriar el té en mi vaso para escucharlo. Era un verso largo, como cuatro carillas escritas a máquina. Yo fumaba en silencio, con los ojos bajos, sin ver nada. Sus versos lograron borrar la habitación, la noche y al mismo Cordes. Cosas sin nombre, cosas que andaban por el mundo buscando un nombre, saltaban sin descanso de su boca, o iban brotando porque sí, en cualquier parte remota y palpable. Era —pensé después— un universo saliendo del fondo negro de un sombrero de copa. Todo lo que pueda decir es pobre y miserable comparado con lo que dijo él aquella noche. Todo había desaparecido desde los primeros versos y yo estaba en el mundo perfecto donde el pescadito rojo disparaba en rápidas curvas por el agua verdosa del estanque, meciendo suavemente las algas y haciéndose como un músculo largo y sonrosado cuando llegaba a tocarlo el rayo de luna. A veces venía un viento fresco y alegre que me tocaba el pelo. Entonces las aguas temblaban y el pescadito rojo dibujaba figuras frenéticas, buscando librarse de la estocada del rayo de luna que entraba y salía del estanque, persiguiendo el corazón verde de las aguas. Un rumor de coro distante surgía de las conchas huecas, semihundidas en la arena del fondo.
Pasamos después mucho rato sin hablar. Me estuve quieto, mirando al suelo; cuando la sombra de la última imagen salió por la ventana, me pasé una mano por la cara y murmuré gracias. Él hablaba ya de otra cosa, pero su voz había quedado empapada con aquello y me bastaba oírlo para continuar vibrando con la historia del pescadito rojo.”
“… Estoy cansado; pasé la noche escribiendo y ya debe ser muy tarde. Cordes, Ester y todo el mundo, mene frego. Pueden pensar lo que les dé la gana, lo que deben limitarse a pensar. La pared de enfrente empieza a quedar blanca y algunos ruidos, recién despiertos, llegan desde lejos. Lázaro no ha venido y es posible que no lo vea hasta mañana. A veces pienso que esta bestia es mejor que yo. Que, a fin de cuentas, es él el poeta y el soñador. Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero tiene fe, cree en algo. Sin embargo, ama a la vida y solo así es posible ser un poeta”.

(“El pozo”, Juan Carlos Onetti, Eterna Cadencia).

Aproximaciones al mar IV

«La espera me agotó, no sé nada de vos» dejo caer los auriculares alrededor del cuello. Pato ladra pero no la oigo. Y pensar que no me gustaba. Igual que Cerati. ¿Cuántos años tiene? “Vive de prestada”, me advirtió el veterinario, casi como todos.
La tentación del desánimo, la escritura de la oscuridad. Un Presidente y su discurso vacío. Ex país, el punteo de la mañana, una lista de palabras que no termina de convertirse en texto.
El cielo azul entre los ladridos de los perros. “Ando bien, ¿usted?”, contesto mientras recibo a Beethoven, no por el músico, sí por la película. Es el último que retiro para su paseo.
Dejar ir la mente. La brisa en la cara, no sé si agradable, brisa al fin. Bocinazos, el colectivero que manda al diablo a los automovilistas. Nada que desconozcas.
El vaho de las pérdidas cloacales en el asfalto desdice a los anuncios millonarios por tevé. «Sentir algo», leo en una pared. Estamos todos muertos y no lo sabemos (filosofía muy barata del pesimismo). «No dejarse ganar por la desesperanza», recuerdo.
¿Cuaderno de notas o Diario contra la ferocidad? «Para escribir un diario hay que tener una seguridad del valor que tiene contar la vida propia que yo no tengo».Piñeiro, “Una suerte pequeña”. Debate estéril que mando al diablo con el coro perruno al gato que los desafía desde el árbol. Me mira a mí y luego a ellos, seguro de contar con un refugio contra la ferocidad. Le sonrío. Parece que él también. Al fin logro moverlos. Conocen el camino y la plaza es una tentación única.
 ¿Contar en primera o tercera persona? La primera acerca, la tercera aleja, (otra vez Piñeiro). Tus pies sobre la arena, el mar como decorado, la piel desamparada, conmovedora, erótica. Pispear para desvelar, espantar lo irreparable. O intentar resignificarlo. ¿Pararse desde ahí?
Pato me ladra y se pega a mí.  Sabe que dialogamos y aporta su opinión con un lengüetazo cálido en mi mano. Los perros se mueven a mi alrededor y hurgan en el territorio, los dejo ser. Uno que otro me arranca una sonrisa.  Los animales y sus reparaciones.
La hora del regreso. La brisa que más que brisa ya es un viento impertinente. «Sentir la Patagonia», decías. Dejarse de rodeos, primera o tercera, la escritura «como respuesta a» y «a pesar de», la contención de un dique, la relevancia de las fisuras por donde se escaparán las palabras.

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Aproximaciones al mar III está acá y los otros dos en este libro para descargar.

Vías y puertos

Fue Nuto quien me dijo que con el tren se va a todas partes, y que cuando terminan las vías, comienzan los puertos, que los barcos tienen itinerarios, todo el mundo es una red de rutas y de puertos, un itinerario de gente que viaja, que hace y que deshace , y en todas partes hay gente capaz y gente necia.

(Pavese, Cesare, “La luna y las fogatas”, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2013., p.133)

Aproximaciones al mar III

De aquella época quedó la brisa sobre la cara, el agua y el humo de los cigarrillos. Sobran canciones y el empeño por espiar de reojo a la vera del camino (la imagen es de Fresán, creo) intuyendo que es imposible reconstruirlo todo.
Si de certezas hablamos, solo el rechazo.
Como suele suceder con lo nuevo, hubo un periodo de deslumbramiento, soñar de a dos en un mundo donde es difícil coincidir, hasta que el espejismo se hizo trizas y quedaron los cristales que pisamos en el suelo.
Con ellos las heridas, la desconfianza en el mar, las palabras que alguna vez escribí (y las que no). Mi naufragio y la indiferencia, la intensidad de tu mirada como salto a lo posible. Demás está decir que no había vuelto a la ciudad, hay lugares donde es difícil el regreso.
Los pasos me arrastraron a nuestra playa, muy cambiada, por cierto. La roca está cubierta por el agua pero persiste el humor de las olas, el aire salado y el murmullo del oleaje, reconciliaciones imprescindibles para esta tarde de invierno.
(Aproximaciones al mar I y II, están en “Alivio por la ferocidad”, que podés descargar gratis,de este enlace).

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En lo alto está el Cielo, abajo está la tierra

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—¿Cómo se hizo eso?

—Jugando a la rayuela

—¿No está un poco grande?, ¿Cuántos años tiene?

—Perdí la cuenta luego de los 65, ¿Por qué pregunta?

—Porque a su edad… debería hacer otras cosas. ¿La rayuela, me dijo?

—Sí. Con mi nieta. ¿Conoce el juego?

—Tengo alguna idea, sí. También sé que hay un libro, pero no lo leí. Quédese quieto que lo vendo, abuelo.

—Abuelo, las papas fritas. ¿Cómo que no leyó Rayuela?

—No tengo tiempo, abuelo. No me mire así: entre las recortes presupuestarios, las guardias y los turnos en el hospital, termino molido. No me diga nada, seguro que es un libro para pibes.

—Es un libro entre tantos libros, creo. Y sí, puede ser para pibes (y pibas)… de quince, veinte, treinta, sesenta.

—Quédese quieto le digo, que tengo que vendarlo. ¿Y cómo se juega?

—… A ver si me acuerdo: «la rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo… «, ¿entendió?

—No tanto, pero ¿hasta dónde llegó?

—Casi hasta el cielo, mire, pero sabrá que eso es imposible, ¿no?

—Si usté lo dice… Yo tomé la comunión, la confirmación y todos los santos que andaban dando vuelta por ahí. Ya está… trate de no caminar mucho. Ya que le gusta leer, léase algo, durante unos días y no le dé bolilla a su nieta. ¿Cómo se llama la mocosa?

—A mí me gusta decirle La Maga.

—Pero eso no es un nombre…

—¿Quién le dijo que no?

—Espere, abuelo… no se vaya, necesito que me firme esta planilla, ¿como me dijo que se llamaba?

—Y dele con abuelo… Julio, m´hijo.

(Texto ya escrito, con leves modificaciones)

 
 
 

Efímera tregua

Dejó de llover.
Las gotas caen pesadas desde el techo sobre las macetas, mueren en el suelo, desperezan la mañana.
Se oyen algunos pájaros.
El aire húmedo entra por la ventana. Todavía impera el silencio.

La gata ya hizo su recorrido por el patio esquivando charcos —supongo que habrá comprobado que todo está en orden— para regresar y adueñarse de la banqueta.
Retrae sus patas delanteras y se posa con suavidad sobre la cuerina.
La oscuridad empalidece y retrocede. Una vez más.
Efímera tregua en un día de ferocidad.

“¿Desde hace cuántos días cae, serena y silenciosa, la lluvia de primavera?
Como de costumbre, preparé los pinceles y la moleta de escribir; sin embargo, por más vueltas que le daba, no se me ocurría nada que contar. Eso de imitar viejas historias es cosa de principiantes. No obstante, dado que mi vida es igual a la de cualquier humilde montañés, ¿qué otras cosas podría yo contar? Me han engañado en torno a los sucesos del pasado, tanto de la Antigüedad como de nuestros días, con el resultado de que yo mismo, a mi vez, engaño a la gente sin saber siquiera que tales sucesos fueron falsos. No hay remedio. Aun así, considerando que hay quienes contando ficciones consiguen que los demás las tengamos en mucho como hechos verdaderos, voy a animarme a seguir escribiendo historias mientras escucho cómo cae, incesante, la lluvia de primavera.”

(Prefacio de “Cuentos de lluvia de primavera”, de Ueda Akinari, edición digital)

Tablón a la deriva

“No pretendo excusarme, pero en aquel momento no me sentía con ánimo para juzgar si lo que hacía era correcto o no. Tan solo me aferraba a un tablón a la deriva y me dejaba arrastrar por la corriente. A mi alrededor todo estaba a oscuras, en el cielo no se atisbaba una sola estrella ni había rastro de la luna. Agarrarme a ese tablón impedía que me ahogase, pero no sabía dónde estaba, adónde me dirigía.”

(Murakami, Haruki, “La muerte del comendador”)

El sol amaga con esconderse en esta mañana de domingo. Silencio, casi absoluto. Viento, una leve brisa por ahora, como corresponde a la Patagonia. Dejarse llevar por las palabras, quizás un intento de recuperar un pulso, de regresar a un camino conocido, sin atajos ni ataduras.
«No disimular nada ni ocultar nada. Escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor y a nuestra felicidad. Escribir sobre nuestra torpeza sexual. Sobre el sufrimiento de Tántalo. La magnitud de nuestro desaliento -creo entreverlo en sueños-. Nuestra desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia», dice Luis y replico. Ahora que lo pienso, esta es una entrada sobre réplicas y reproducciones. Dejarse llevar como el tablón a la deriva y tratar de no ahogarse en estos tiempos de ferocidad.
Quizás se trate de aferrarse a ese tablón con certezas que nos mantienen a flote, la obstinación de la escritura y este espacio de encuentro, en esta suerte de diario desatendido como escribí por ahí.
La mañana despierta y los ruidos de la calle llegan con intermitencia. El viento espantó las nubes, dejando un celeste claro, de esperanza atiplada, como suele suceder en las mañanas de domingo.

Primavera

Hoy pude escuchar de nuevo aquellos discos. Sin que doliera o por lo menos sin que el dolor acongojara el pecho.
Las preguntas imposibles revolotean, las respuestas no. Quizás nunca aparezcan.
La congoja parece esfumarse. Ahora queda el nudo atorado, el que dificulta la respiración, de a ratos.
Allá el río, su corriente, el arrastre de los recuerdos.
Acá mis piernas cruzadas y el viento sobre la cara, rodeado de adolescentes , arrumacos y carcajadas.
Primavera a pleno. Destellos en mi oscuridad.
Harapos que revisan tachos de basura.
El lujo —caro— de mi tristeza.
El cielo rojo tras las bardas.
Una lata vacía. Voy por otra.
Salud.
A tu desmemoria.

Tengo toda la escritura por delante

«Escribir fragmentos, escribir notas en una libreta al vuelo de los días, es lo que más se acerca a una escritura que no sabe que miente. Luego, cuando se reelabora, se crean los subterfugios y establecen las maneras de no decir o no decir del todo. Pero aquí, en esta libreta negra, todavía no sé lo que no me permitiría confesar. No importa si lo que digo es cierto. Ni siquiera hace falta saberlo. No sé lo que pasará mañana. No sé lo que escribiré después. Tengo toda la escritura por delante.»

(Lalo, Eduardo, “Simone”, Buenos Aires, Corregidor, 2012, p. 58).
Me rindo ante Lalo, no hay caso. Pienso en la escritura fragmentaria, el derroche de palabras en una libreta, mientras paseo en la ciudad. La señora y su hijo esperan un colectivo que no llega, como yo. Él la abraza, ella simula quejarse, pero se deja contener. «Sos un payaso», escucho.
Enfrente, una pareja apoyada contra una vidriera de instrumentos musicales. Sus besos, la música de sus gestos.
Me olvidé los auriculares. Bocinazos, prisas, palabras que arrojo sin pensar, acaso como Simone. ¿Por qué todavía seguimos escribiendo?
Pasan los colectivos amarillos y el mío que no llega.
El cielo encapotado, el mimo del olor a lluvia.  ¿Es aquél? No tampoco.