Levantaría la vista y me toparía con tus ojazos oscuros. No sé si sonreirías, pero reconocería en esa intensidad un reconocimiento y un preaviso.
Cerraría la libreta negra, con tapa dura y un cordón para señalar el avance o fracaso de mi texto y le cruzaría la birome en señal de tregua.
Estaríamos ajenos al ronroneo del bar y sus contados partisanos. Te preguntaría cómo me encontraste y señalarías el puerto como punto y fuga. «Suelo prestar atención a tus confesiones», dirías con las palmas hacia arriba y una media sonrisa.
Devolvería el gesto, nos pediría café –muy temprano para unas cervezas– y esos bollos de pan de grasa, famosos en toda la costa.
Entonces una cámara se alejaría y haría un vistazo por el lugar, para detenerse en Román detrás de la barra que negaría con la cabeza y sí se empinaría su ron (al fin y al cabo, es el dueño).
Pero no es ficción.
Solo escribo mirando el agua oleosa, entre barcos pesqueros y gaviotas que revolotean por las cubiertas. Me custodian tus barcos de papel, que flanquean una taza vacía y que renuevo al encargado con una seña.
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