El salteño, piel tostada y ojos negros. Nunca entendió qué hacíamos ahí. Creo que pocos lo entendimos. Él fue el primero que regresó conmigo, a su antojo, una bruma densa que traía imágenes, gritos, frío. Sobre todo frío.
No tengo recuerdos de niño. El pasado es un ventanal con vidrios empañados y figuras que transitan a su antojo entre los recovecos de mi memoria. Es penoso pero debo confesar que renuncié a la tarea de evocar y evocarme, al esfuerzo titánico de formarme una historia.
Así son los días difíciles y no tengo remedio para ellos. Hay otros en que me parece posible vivir sin pasado, sólo necesito mirar al frente, refugiarme en Lucía y aferrarme a las pequeñas conquistas cotidianas: mi recuperación, algunos rostros que se llenan de nombres, el milagro de una imagen que vuelve con insistencia, de algo que reconozco como mío, aunque sea fragmentario y mezquino. Entonces sonrío. Y alimento la esperanza de encontrarme conmigo.
Soy un sobreviviente.
Uno de tantos, a veces pienso que vivo en un país de sobrevivientes. Se sobrevive al trabajo, al desamor, la tristeza, incluso a la banalidad y la risa fácil. Pero no sobrevivo a los recuerdos. Ellos me esquivan, aparecen de tanto en tanto, unos brazos columpiándome, el aroma de las violetas, una corrida que se topa con una campera inflable y mi cabeza que se hunde en un estómago de lana.
Delante de nosotros una niña se asoma por encima del asiento. Me observa a mí – creo que mira mis medallas – a mi mano que avanza sin detenerse por los renglones rosados. Los renglones son una manera de encausar los pensamientos, de ordenar el cruce de ideas, la ebullición de los recuerdos, el frenesí por la escritura que descubrí cuando terminaban las sesiones y las voces pedían ser escuchadas.
Lucía, la de la gracia divina, duerme apoyada contra mí. Duerme con tranquilidad, transpira calma por todos los poros. Sería ingrato no mencionar que estoy aquí gracias a ella. No molestes al señor, dice la madre de la nena. Ella esboza una protesta y golpea el asiento con sus manos. Quito la mirada del papel, arqueo mis cejas y sonrío. No escucho más los golpes, puedo entrever que apoya las manitos contra su barbilla y se queda espiándome.
Un cimbronazo, un rayón en el cuaderno. El micro asciende con esfuerzo por la ruta sinuosa. Afuera el paisaje es conmovedor: montañas y cumbres nevadas, laderas con pinos inclinados por el viento y un frío estremecedor que arrima reminiscencias y pena.
Lucía despierta y arruga las cejas. ¿Ya llegamos?. “No, todavía no.” Se recuesta contra mi hombro pero ya no duerme; vela por mí, lo hace desde que nos conocimos. Apareció una mañana acompañando a las monjas que mitigaban nuestra locura. Llevaba una cruz plateada sobre el pecho y una camisa blanca, un contraste maravilloso para su piel tostada. Olía a tierra mojada, huele así cuando está nerviosa.
En nuestros primeros encuentros caminábamos por el patio, enlazados por los brazos. La novicia trataba de animarme pero yo estaba amurallado tras mi temor y no escuchaba a nadie. Un día me habló de sus dudas sobre tomas los hábitos, de las presiones de una familia rígida y conservadora, del temor a las represalias. Y la oí. Los diálogos continuaron y mis silencios perdieron terreno, se rindieron ante sus ojos grises.
Las caminatas y su voz me regresaron al mundo. Las sesiones terapéuticas contaban que yo había llegado al hospicio envuelto en temblores, sujeto a una camilla y con la mirada extraviada. Dicen que repetía un nombre – el que me dieron – y apretaba los latones recibidos al regresar al continente. “Mérito al valor”, consignaba uno. No recuerdo por qué lo gané, pero a veces despierto con los brazos acalambrados por el peso de un cuerpo inerme.
Desde entonces el olvido amuralló al dolor y se apropió de mi pasado, de un pasado caprichoso que regresa como un rompecabezas de piezas insignificantes, porciones de historia que alivian el estremecimiento de no tener imágenes nítidas que recordar.
Con paciencia y tesón, como un niño que da sus primeros pasos, voy construyendo un inventario de objetos y olores que me devuelven al mundo de los cuerdos. No hay cuerdos sin memoria ni memoria sin conflictos y aquel conflicto tuvo el desenlace previsto cuando se disiparon los vapores alcohólicos. De aquella guerra no quedó nada, como si nunca hubiese existido. Todos padecieron una amnesia colectiva, una desmemoria de barro y vergüenza que el invierno se encargó de sepultar entre la neblina y el frío. Debo corregirme, el frío quedó, espasmos y temblores incontrolables se apropiaron de mis manos y mis piernas. Así me encontraron en una trinchera, oculto bajo el cuerpo del salteño.
El día que me dieron el alta, Lucía abandonó los hábitos y nos fuimos a vivir juntos. Ella continuó trabajando en el hospital y yo retomé mis aficiones adolescentes con la idea de encontrar un pasado en el papel. También me acerqué a los Centros de Veteranos, veteranos de dieciocho años aunque parezca ridículo, náufragos que nos aferrábamos a lo vivido con porfía, sobrevivientes solidarios que no tenían más remedio que cuidarse entre sí. Algunos no lo resistieron y bajaron los brazos. Otros buscamos un cable a tierra, como Lucía y sus ojos pardos, un rescoldo de milagros que logró lo imposible: mirar atrás y no estremecerme.
Un cimbronazo más. El pueblo es un ensueño escondido entre las montañas. El ómnibus asciende con el último aliento y se detiene aliviado frente al cartel verde, el del nombre que sueño desde hace noches, el que me obligó a subirme a este colectivo. Un sudor frío junta mi mano con la de Lucía. Para mi desilusión nada me resulta familiar. Hasta que desciendo y siento el aroma de las violetas.
¡Excelente!
Es un honor tenerte como compañero en EL CAUDAL
Igualmente, Gilberto. Gracias por leer y comentar.