Febrero, sus lecturas y esta novela de Margarita García Robayo, escritora colombiana radicada en Buenos Aires.
Comparto algunos fragmentos sobre el oficio de la escritura, las relaciones interpersonales, sus daños y cuidados.
«Lleno la pava eléctrica de agua, la prendo, busco la yerba y el azúcar, pierdo el tiempo. Tomo aire, me inflo de determinación:
–Tengo que escribir –le digo a Ágata, que me sigue.
La postulación consta de dos partes, la primera, supongo, es la que más importa. Se trata de explicar en qué consiste mi proyecto, lo que me propongo escribir durante el tiempo de la residencia. Pero aún no lo tengo claro, así que arranco por la segunda que, en teoría, es más sencilla: debo escribir una composición sobre mis sensaciones frente a la escritura. Malísimo. O brillante. Según quién. Y aunque escribir es algo que hago todos los días desde hace años, vuelvo a sentir que eso que yo llamo «mi trabajo» no es más que otra estrategia de evasión. En el mapa universal de oficios, escribir equivale al esfuerzo que empeña una garrapata en alimentarse y sobrevivir entre depredadores. Yo me trepo en una rama, espero a la manada largamente, calculo la distancia menos riesgosa para dejarme caer sobre un bulto mullido y tomar una ración ínfima de su sangre que a mí me permite tener esta vida restringida pero suficiente.
Mi trabajo es pequeño. Y un poco rastrero, también.
A veces la conciencia de esa pequeñez puede confundirse con resentimiento. Cuando cualquier persona más o menos cercana indaga en mi expectativa real frente a la escritura, mi explicación es tan abstracta que se lee como una queja o una respuesta resignada. Una noche León descansaba en el Chesterfield, mientras yo, reducida a una esquina, intentaba cerrar un texto que me había tomado la cabeza. Cuando él ya estaba casi vencido por el sueño me preguntó «¿Qué es lo que vos hacés?», y aunque ya se lo había explicado de distintas formas, esa y otras noches, repetí: «Escribo.» Y él, desde el más genuino desconcierto: «Pero ¿te pagan?»
Habría querido contestarle a León que eso no era lo importante. Que me importaba mi trabajo porque creía que en los oficios residuales circulaba más verdad que en los céntricos e importantes. Había oficios que te hacían pensar que tenías el poder de producir cambios a gran escala. Un ingeniero debía sentirse un poco de ese modo: magnánimo. En lo pequeño, en cambio, había un esfuerzo de síntesis que se traducía en esencia. La esencia no era magnánima, era forzosamente concentrada. La veías o la pasabas por alto, no podías hacer lo mismo con un puente. Yo no necesitaba convencerme de que la tuerca que aceitaba todos los días era importante para el gran engranaje que dinamizaba el universo, sabía de sobra que, si yo no aceitaba esa tuerca, nadie la echaría en falta. Sí, por supuesto que albergaba resentimiento, como la mayor parte de la humanidad. En cada una de mis frases se escondían guerreros furiosos queriendo disparar flechas al voleo. Pero yo los contenía, mantenía su furia al margen.
«A veces», le contesté a León esa noche. Él ya se había dormido.».
En el mapa universal de oficios, escribir equivale al esfuerzo que empeña una garrapata en alimentarse y sobrevivir entre depredadores. Yo me trepo en una rama, espero a la manada largamente, calculo la distancia menos riesgosa para dejarme caer sobre un bulto mullido y tomar una ración ínfima de su sangre que a mí me permite tener esta vida restringida pero suficiente.
«No hacer daño no es un mérito, casi lo contrario. Para dañar, en cambio, se necesita ensañamiento, o sea, interés genuino. Es fácil no dañar, en general basta con abstenerse.
Cuidar es un mérito, desprenderse de algo valioso y no esperar que vuelva.
Y amar, dicen, que es más o menos lo mismo.
¿Axel me ama?
También dicen que el amor envejece en forma de gratitud. Así que le estaré agradecida a cualquiera que me haya hecho amar, incluso si no me hubiese amado. De ser así, si Axel me ama o no, me digo –¿me miento?, ¿me prevengo?, ¿me consuelo?–, es completamente accesorio.
Salgo a la terraza, quiero concentrarme en la postulación.
No podría reproducir el razonamiento del amor en un texto –escribir las palabras «ama», «amor», «amar», «amado»– sin empaparme los dedos de melaza. Si quisiera hablar de amor, remplazaría esa palabra por otra. ¿Por cuál? Aturdimiento, se me ocurre ahora. Me mareo. A veces me pasa eso con las palabras. Como ser carpintero y que el aserrín te dé alergia. Tengo palabras prohibidas, cada vez son más, y me cuesta encontrar nuevas que las remplacen. Conozco pocas palabras. Y no ando con una lupa rastreando diccionarios. Es todavía peor: ando esperanzada, convencida de que las palabras que busco van a venir a atropellarme.
Suspiro. Afuera huele a jazmines. Deben ser los últimos. O los primeros.
No queda mucho de la tarde. Días cortos, noches largas, empieza todo otra vez. La naturaleza no avanza, se repite, baila en círculos, bufferea.
Bostezo porque tengo hambre.
Se asoma una luna redonda y prematura».
(Fragmentos de La encomienda, de Margarita García Robayo, Edición en formato digital: agosto de 2022).