Barriada

En la barriada el calor se alivia con sillas en la vereda, tereré o mate. También cerveza. Música tropical en un auto  con un fenomenal estéreo.
Una piba le escribe a alguien por celular. Gesto serio. Parece que no es la respuesta que esperaba mientras vigila a la nena que anda en bicicleta.
Alguien riega la vereda, dos gurrumines juegan al fútbol con arcos improvisados con ladrillos en el medio de la calle. Se escucha un grito de gol, los brazos en jarra del arquero.
El verano es clemente, por ahora.
Desando cuadras, me dejo acompañar por la brisa entre los álamos.
El colectivo frena en la parada y se desprende de caras agotadas.
No hay clima de fin de año. O es uno, al que estas fechas le son esquivas.
Ni Felices, ni Fiestas. Ni hablar del jo, jo, jo.
Diciembre y sus días.

Ofensiva

Diciembre, sus saldos hacia la nada. Un almanaque atorado en el cuerpo, la desconfianza absoluta en el clima festivo.
En el país de la ferocidad propone la licencia para matar y siguen los femicidios.
Un pibe se suicida, deja una mochila repleta de currículums. Defina desesperación. 
Ayer, nos tocó ir a ver al chico que se suicidó en la línea E. Ya llevo bastantes pero este era distinto, dejo la mochila en un costado y el documento arriba (para que se lo identifique), y esperó hasta que pase el Subte. Tenía 21 años y varias fotocopias de su CV en la mochila.

— Nicolas Vidal (@NicVidaal) 30 de noviembre de 2018

La noticia me acompaña desde hace días y deja la pena, que amenaza quedarse más de la cuenta. Inmoviliza. Quizás es lo que se busca. La ofensiva del desánimo.
Salir de ahí. O intentarlo. Dejar en repeat “Amor” de los Decadentes de acá a fin de año y acallar el insufrible jo jo jo.

Mientras tanto, reviso viejos textos. O intento, en esto de porfiar en la escritura, aunque coincida con Bolaño que está entre las lecturas pendientes.
«Escribir no es normal. Lo normal es leer y lo placentero es leer; incluso lo elegante es leer. Escribir es un ejercicio de masoquismo; leer a veces puede ser un ejercicio de sadismo, pero generalmente es una ocupación interesantísima.»#RobertoBolaño

— Eva Reed (@lecturaerotica) 16 de mayo de 2018

Saldar cuentas


La fiebre cedió. Sudor frío al despertar y esa voz que no se callaba en mi cabeza, fluía libre, acaso el hilo que falta para una novela inconclusa. O quizás es demasiado prematuro apostar a un murmullo que apareció cuando estaba convaleciente.
¿Escribir es un estado febril? ¿O solo se trata de planificación, de corte y confección cual cirujano exitoso? Ambas opciones (y tantas son válidas), aventuro.
Duele el cuerpo, memoria imprecisa de domingo al abrir los ojos. El barrio en silencio, la gata ronroneando en mi oído. Necesita ir al baño. Tiene cara de “dale o te dejo mi sello acá”.
Descubrir a Neuman y su “Fractura”. Hermosa novela. “los que aparecen ante mí son los que miran con desánimo las vías. Gente rota que, aunque se retuerza y pelee, ya ha sido arrojada a una fosa de la que jamás podrá escapar”, cuenta el protagonista citando a Tamiki Hara. A propósito, qué descubrimiento la literatura japonesa, muchísimo más allá de Murakami.  
Creo que le he escrito con anterioridad.
O esta cita, pensando en hechos recientes: “Él hablaba un francés lleno de síes y escaso de noes. Eso aquí se nota enseguida, porque vivimos dando negativas y refutando al vecino. Para comunicarnos con alguien, necesitamos discrepar. Discrepar y protestar. Yoshie me lo decía a menudo. Que en Francia la protesta es una forma de felicidad. Como para él esa actitud resultaba inconcebible, me llevaba la contraria con asentimientos parciales. Eso me confundía. O peor, me permitía entender lo que deseaba entender. Él me reprochaba que mis respuestas fuesen siempre tan tajantes. Que no supiera expresarle mis negativas con más tacto. Esa ausencia de ambigüedad, digamos, lo despechaba. Creo que la percibía como una cierta falta de amor”.
Novela sobre el amor.“Cuando surgieron las primeras tensiones, nos asustamos mucho. Jamás habíamos tenido la menor discusión, así que ninguno de los dos tenía idea de cómo reaccionar. Llegué a pensar que aquello era el fin. Error. Aquello era el auténtico principio. Sin máscaras ni fantasías. Él y yo. Una pareja. Dos tontos. El amor”.
De algún modo, esta publicación se desvió a Neuman. Quizás porque estuve todo el día en la cama leyendo, afiebrado, adormilado y sudando quejas a través del cuerpo, que me dio una tregua y permitió levantarme.
Retomar la novela. Sentarse y escribir. Arremangarse y revisar desde los cimientos, demoler lo que haga falta. Y no lo escribo pensando en la figura del escritor atormentado. La detesto. Sentarse y escribir para saldar cuentas. Conmigo, con los personajes que han quedado boyando por ahí, con la historia. Y si no se puede, o no convence, al menos darle un cierre digno, aunque la obra no vea la luz. Nada peor que borradores inconclusos.

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Aproximaciones al mar IV

«La espera me agotó, no sé nada de vos» dejo caer los auriculares alrededor del cuello. Pato ladra pero no la oigo. Y pensar que no me gustaba. Igual que Cerati. ¿Cuántos años tiene? “Vive de prestada”, me advirtió el veterinario, casi como todos.
La tentación del desánimo, la escritura de la oscuridad. Un Presidente y su discurso vacío. Ex país, el punteo de la mañana, una lista de palabras que no termina de convertirse en texto.
El cielo azul entre los ladridos de los perros. “Ando bien, ¿usted?”, contesto mientras recibo a Beethoven, no por el músico, sí por la película. Es el último que retiro para su paseo.
Dejar ir la mente. La brisa en la cara, no sé si agradable, brisa al fin. Bocinazos, el colectivero que manda al diablo a los automovilistas. Nada que desconozcas.
El vaho de las pérdidas cloacales en el asfalto desdice a los anuncios millonarios por tevé. «Sentir algo», leo en una pared. Estamos todos muertos y no lo sabemos (filosofía muy barata del pesimismo). «No dejarse ganar por la desesperanza», recuerdo.
¿Cuaderno de notas o Diario contra la ferocidad? «Para escribir un diario hay que tener una seguridad del valor que tiene contar la vida propia que yo no tengo».Piñeiro, “Una suerte pequeña”. Debate estéril que mando al diablo con el coro perruno al gato que los desafía desde el árbol. Me mira a mí y luego a ellos, seguro de contar con un refugio contra la ferocidad. Le sonrío. Parece que él también. Al fin logro moverlos. Conocen el camino y la plaza es una tentación única.
 ¿Contar en primera o tercera persona? La primera acerca, la tercera aleja, (otra vez Piñeiro). Tus pies sobre la arena, el mar como decorado, la piel desamparada, conmovedora, erótica. Pispear para desvelar, espantar lo irreparable. O intentar resignificarlo. ¿Pararse desde ahí?
Pato me ladra y se pega a mí.  Sabe que dialogamos y aporta su opinión con un lengüetazo cálido en mi mano. Los perros se mueven a mi alrededor y hurgan en el territorio, los dejo ser. Uno que otro me arranca una sonrisa.  Los animales y sus reparaciones.
La hora del regreso. La brisa que más que brisa ya es un viento impertinente. «Sentir la Patagonia», decías. Dejarse de rodeos, primera o tercera, la escritura «como respuesta a» y «a pesar de», la contención de un dique, la relevancia de las fisuras por donde se escaparán las palabras.

Imagen: Pixabay

Aproximaciones al mar III está acá y los otros dos en este libro para descargar.

Aproximaciones al mar III

De aquella época quedó la brisa sobre la cara, el agua y el humo de los cigarrillos. Sobran canciones y el empeño por espiar de reojo a la vera del camino (la imagen es de Fresán, creo) intuyendo que es imposible reconstruirlo todo.
Si de certezas hablamos, solo el rechazo.
Como suele suceder con lo nuevo, hubo un periodo de deslumbramiento, soñar de a dos en un mundo donde es difícil coincidir, hasta que el espejismo se hizo trizas y quedaron los cristales que pisamos en el suelo.
Con ellos las heridas, la desconfianza en el mar, las palabras que alguna vez escribí (y las que no). Mi naufragio y la indiferencia, la intensidad de tu mirada como salto a lo posible. Demás está decir que no había vuelto a la ciudad, hay lugares donde es difícil el regreso.
Los pasos me arrastraron a nuestra playa, muy cambiada, por cierto. La roca está cubierta por el agua pero persiste el humor de las olas, el aire salado y el murmullo del oleaje, reconciliaciones imprescindibles para esta tarde de invierno.
(Aproximaciones al mar I y II, están en “Alivio por la ferocidad”, que podés descargar gratis,de este enlace).

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Efímera tregua

Dejó de llover.
Las gotas caen pesadas desde el techo sobre las macetas, mueren en el suelo, desperezan la mañana.
Se oyen algunos pájaros.
El aire húmedo entra por la ventana. Todavía impera el silencio.

La gata ya hizo su recorrido por el patio esquivando charcos —supongo que habrá comprobado que todo está en orden— para regresar y adueñarse de la banqueta.
Retrae sus patas delanteras y se posa con suavidad sobre la cuerina.
La oscuridad empalidece y retrocede. Una vez más.
Efímera tregua en un día de ferocidad.

“¿Desde hace cuántos días cae, serena y silenciosa, la lluvia de primavera?
Como de costumbre, preparé los pinceles y la moleta de escribir; sin embargo, por más vueltas que le daba, no se me ocurría nada que contar. Eso de imitar viejas historias es cosa de principiantes. No obstante, dado que mi vida es igual a la de cualquier humilde montañés, ¿qué otras cosas podría yo contar? Me han engañado en torno a los sucesos del pasado, tanto de la Antigüedad como de nuestros días, con el resultado de que yo mismo, a mi vez, engaño a la gente sin saber siquiera que tales sucesos fueron falsos. No hay remedio. Aun así, considerando que hay quienes contando ficciones consiguen que los demás las tengamos en mucho como hechos verdaderos, voy a animarme a seguir escribiendo historias mientras escucho cómo cae, incesante, la lluvia de primavera.”

(Prefacio de “Cuentos de lluvia de primavera”, de Ueda Akinari, edición digital)

Tablón a la deriva

“No pretendo excusarme, pero en aquel momento no me sentía con ánimo para juzgar si lo que hacía era correcto o no. Tan solo me aferraba a un tablón a la deriva y me dejaba arrastrar por la corriente. A mi alrededor todo estaba a oscuras, en el cielo no se atisbaba una sola estrella ni había rastro de la luna. Agarrarme a ese tablón impedía que me ahogase, pero no sabía dónde estaba, adónde me dirigía.”

(Murakami, Haruki, “La muerte del comendador”)

El sol amaga con esconderse en esta mañana de domingo. Silencio, casi absoluto. Viento, una leve brisa por ahora, como corresponde a la Patagonia. Dejarse llevar por las palabras, quizás un intento de recuperar un pulso, de regresar a un camino conocido, sin atajos ni ataduras.
«No disimular nada ni ocultar nada. Escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor y a nuestra felicidad. Escribir sobre nuestra torpeza sexual. Sobre el sufrimiento de Tántalo. La magnitud de nuestro desaliento -creo entreverlo en sueños-. Nuestra desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia», dice Luis y replico. Ahora que lo pienso, esta es una entrada sobre réplicas y reproducciones. Dejarse llevar como el tablón a la deriva y tratar de no ahogarse en estos tiempos de ferocidad.
Quizás se trate de aferrarse a ese tablón con certezas que nos mantienen a flote, la obstinación de la escritura y este espacio de encuentro, en esta suerte de diario desatendido como escribí por ahí.
La mañana despierta y los ruidos de la calle llegan con intermitencia. El viento espantó las nubes, dejando un celeste claro, de esperanza atiplada, como suele suceder en las mañanas de domingo.

Primavera

Hoy pude escuchar de nuevo aquellos discos. Sin que doliera o por lo menos sin que el dolor acongojara el pecho.
Las preguntas imposibles revolotean, las respuestas no. Quizás nunca aparezcan.
La congoja parece esfumarse. Ahora queda el nudo atorado, el que dificulta la respiración, de a ratos.
Allá el río, su corriente, el arrastre de los recuerdos.
Acá mis piernas cruzadas y el viento sobre la cara, rodeado de adolescentes , arrumacos y carcajadas.
Primavera a pleno. Destellos en mi oscuridad.
Harapos que revisan tachos de basura.
El lujo —caro— de mi tristeza.
El cielo rojo tras las bardas.
Una lata vacía. Voy por otra.
Salud.
A tu desmemoria.

Tengo toda la escritura por delante

«Escribir fragmentos, escribir notas en una libreta al vuelo de los días, es lo que más se acerca a una escritura que no sabe que miente. Luego, cuando se reelabora, se crean los subterfugios y establecen las maneras de no decir o no decir del todo. Pero aquí, en esta libreta negra, todavía no sé lo que no me permitiría confesar. No importa si lo que digo es cierto. Ni siquiera hace falta saberlo. No sé lo que pasará mañana. No sé lo que escribiré después. Tengo toda la escritura por delante.»

(Lalo, Eduardo, “Simone”, Buenos Aires, Corregidor, 2012, p. 58).
Me rindo ante Lalo, no hay caso. Pienso en la escritura fragmentaria, el derroche de palabras en una libreta, mientras paseo en la ciudad. La señora y su hijo esperan un colectivo que no llega, como yo. Él la abraza, ella simula quejarse, pero se deja contener. «Sos un payaso», escucho.
Enfrente, una pareja apoyada contra una vidriera de instrumentos musicales. Sus besos, la música de sus gestos.
Me olvidé los auriculares. Bocinazos, prisas, palabras que arrojo sin pensar, acaso como Simone. ¿Por qué todavía seguimos escribiendo?
Pasan los colectivos amarillos y el mío que no llega.
El cielo encapotado, el mimo del olor a lluvia.  ¿Es aquél? No tampoco.

La música en la estación

Caminaba la ciudad de noche, con el disco que en reproducción continua. Recorría la Avenida Spinetto de madrugada, rumbo a casa, bajo el frío del invierno y mientras la ciudad dormía.

Eran tiempos parecidos a estos, con la diferencia que había cierta estabilidad económica. Pero se repetían la hipocresía y las mentiras, el cinismo, las complicidades, crecían los silencios y los despojados que el neoliberalismo dejaba en las calles.
“Sur” era la poesía hecha cine y Piazzolla la revelación. “No ves que vivo en un país, que está de olvido, siempre gris”, cantaba Goyeneche.
Mi primer trabajo registrado, en horario nocturno, con francos semanales. Uno, en realidad. La extrañeza de trabajar los fines de semana primero, la costumbre después.
Cuando pude me compré un equipo de música, “La mosca y la sopa”, en CD. “Pasó de moda el Golfo, como todo, ¿viste vos? como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás”. Y “El amor después del amor”, recién salido del horno.
Caminar la ciudad fue siempre una costumbre. Y de una u otra manera terminaba en la estación de tren, abandonada, la que mira a las salas necrológicas, te regalo la metáfora. Podía pasarme un buen rato mirando los durmientes cubiertos de yuyos, esperando algo que no llegaba, acompañado de la falta y con la música para mantener a raya al pesimismo.
Pasaron los años, la estación es un espacio más agradable y la música me sigue acompañando, aunque quizás debiera renovar algunos discos. Piazzolla no, por supuesto.