
Lo mejor que podíamos hacer los domingos al atardecer era desnudarnos para combatir la muerte. Yemas recorriendo espaldas, hombros, lunares, pliegues, protuberancias, secretos y memorias que escondemos bajo la ropa.
La ceremonia, si se la puede llamar así, comenzaba en ese instante que el sol empieza a ceder. Sin decir nada, rumbeabas al dormitorio. Yo seguía el rastro de tu ropa interior y me despojaba de la mía.
Frente a frente, te corría ese mechón de pelo que ocultaba uno de tus ojos. Y no podías evitar sonreír, mientras tus palmas me cubrían las mejillas. Cosquillas en tu vientre. «Eso es hacer trampa», musitabas.
No había prisas. El secreto estaba en la lentitud. En permanecer en la cama y revisitarnos, como las olas sobre los pies.
Había caricias. Y pausas. No faltaban carcajadas. Y en algún momento, cuando afuera todo era sombras, urgencias, ruedos, tu melena que abarcaba todo. Por supuesto que reediciones. Así enfrentábamos el lunes, exorcismo contra la chatura y las cabezas inclinadas sobre los móviles.
La mirada de esa piba me trajo la tuya, la de tus palmas en mis mejillas. Tentado de acercarme y decirle que sabía su secreto, «que es hermoso estar ahí». Pero desvié la vista y miré las callejuelas por donde el ómnibus daba vueltas imposibles, en una ciudad ajena y furiosa.
Otras aproximaciones al mar:





