Cuando conocí a Yoshie, vi que el fútbol no le importaba nada. Esa fue otra de las razones para entendernos. Estar en minoría frente a todo el mundo es otra patria, pienso. Él opinaba que patear una hora y media una pelota que rebota poco, y tratar de pasarla por un hueco que no guarda proporción con su tamaño, era necesariamente una actividad estúpida. De chico había jugado al ping-pong y en Nueva York creo que se aficionó al fútbol americano o al básquet, no me acuerdo. Igual que el papá, Ari es fanático de Boca. Así que Yoshie terminó sentándose a ver los partidos con mi hijo. Eso y dibujos animados japoneses. Mazinger, Meteoro. No es que entendiera demasiado lo que pasaba en los partidos, pero le tomó el gusto a festejar juntos los goles. Cada vez que metían uno, Walsh salía huyendo. Lo que le interesaba no era tanto que los equipos hicieran gol, como la posibilidad absurda de que nadie hiciese ninguno. Que un partido tan largo pudiera terminar cero a cero, con un resultado vacío, lo dejó fascinado. La consideraba una ocurrencia budista. Reconozco que jamás pensé, ni por un solo segundo, que el fútbol fuera capaz de resistir alguna comparación filosófica. Me parece que Yoshie entendía el cero a cero como objetivo. En vez de hinchar por alguien, que es lo que hacemos todos (yo siempre hincho por el equipo de mi hijo, el país más pobre o los jugadores más lindos) él admiraba los empates. Nos explicó que en la tradición japonesa no se perdona la derrota. Y que un empate era la única solución honorable para los dos equipos. ¿Pero entonces no querés que gane Boca?, se enojaba Ari.
Ocurrencia budista
Andrés Neuman, en «Fractura»
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