En Eso que pasa mientras, novela de Carlos Salgado, sucede la vida. Hugo vive con Mili, su hija de seis años y se lamenta la pérdida de Abela, su mujer. Docente y papá, transcurre sus días dando clases y atento a las necesidades de su pequeña, el centro del mundo.
Junto a Sebas y William, un enigmático colaborador, sostienen la revista El viento, con artículos sobre Filosofía e Historia, una suerte de radar y refugio contra la cotidianidad y un mundo hostil.
Detrás de una barba entrecana, Hugo reflexiona sobre la educación, lidia con sus recuerdos y disfruta del lado Mili de las cosas, una visión del mundo donde los insectos son intocables y se admira a los juguetes de Toy Story.
Los sábados me gustan, los dos estamos cansados de la semana y disfrutamos estar juntos. Es una nena muy curiosa. No solo los insectos llaman su atención, sino también cuestiones técnicas, como el funcionamiento de los electrodomésticos. Me he visto en un aprieto tratando de explicarle cómo el microondas calienta la comida y cómo la heladera la enfría. Mis explicaciones tienen un componente mágico, pero no tanto como para que llegue a pensar que dentro del televisor hay gente pequeña, como pensaba yo cuando tenía más o menos su edad. En cualquier momento va a preguntar cómo funcionan esas rueditas que giran y hacen música. Me voy preparando.
La falta de Abela atraviesa toda la novela. Ella le puso nombre a muchas cosas. Ordenó varias de las citas que andaban por mi cabeza, sin autor, y que siempre utilizaba diciendo «No sé dónde leí…». Eso lo dijo Tal, en Tal libro. También le puso «Milagros» a Mili. En realidad lo descifró: el nombre estaba cifrado en el rostro, en los deditos y en los pies Yo creía que los nombres se elegían antes del nacimiento, vi a muchas parejas hacer eso, me parecía práctica. Pero Abela sabía más, el nombre venía con la bebé, como las huellas dactilares, y se nos revelaría con solo verla.
Nunca fui muy intuitivo, y me preocupaba no ser capaz de ver el nombre de mi hija. Sobre todo durante el último mes, cuando ya panza de Abela parecía un globo terráqueo. Me imaginaba balbuceando nombres incorrectos, arruinando todo. Mi nombre es incorrecto, lo sé no solo porque mi madre lo eligió meses antes de que yo naciera, sino porque nunca me sentí cómodo con él. «Hugo», simplemente no tengo cara de «Hugo», no soy un «Hugo» y me temo que nunca sabre cuál es mi nombre. Abela solía decir que resulta imposible saberlo cuando uno ya ha vivido tanto, uno pasa a ser una mezcla de identidades, no hay manera, es un proceso irreversible. Apenas la vimos era «Milagros». Juro que lo tenia en la punta de la lengua cuando Abela lo dijo.
Y así como disfruta del crecimiento de su hija, Hugo le construye recuerdos sobre Abela y reflexiona sobre el azar que atraviesa las relaciones humanas. Tuve suerte en otras cosas, me crié en un hogar humilde, y con todo en contra pude estudiar, y ha sido pura suerte. Esto lo he discutido varias veces. Que fue mérito mío, que mi inteligencia, que no conformarme. Basura. El mundo está lleno de personas cien veces más inteligentes, más capaces y no tienen nunca suerte. La suerte de que justo necesitaran un electricista en el galpón de empaque en el verano y con eso poder pagar el colectivo y las fotocopias, la suerte de que en el instituto hubiera una beca, la suerte de que se creara una escuela nueva y necesitaran personal, estudiantes avanzados, lo que sea, suerte de haber querido y perdido, suerte de que el encargado de prensa de la biblioteca se atrasara ese día, suerte de haber tenido una segunda cita, suerte de que mis espermatozoides aún funcionaran, suerte de Mili, pura suerte, suerte de haber estado en el último minuto de Abela, suerte.
Pero no todo es suerte, el narrador también se interesa por dificultades de sus estudiantes y busca que tengan voces propias, acaso uno de los desafíos más importantes de la enseñanza, más allá de la repetición y apropiación de contenidos.
En la novela de Salgado y al decir de Lennon, la vida es es aquello que va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes. La revista suma números y el final sorprende con un Hugo sin barba, que pareciera dejar atrás un duelo y deja un resquicio para una vuelta de página, quizás nuevos amores. O no, y solo se trata de un final abierto, para que los lectores repongamos eso que pasa mientras.