Voy a contarles un poco lo que me pasó, cuando pensaba qué compartir y comentarles. Me vinieron a la cabeza unos versos de Bertold Brecht, donde dice y se pregunta:
qué tiempo es este de hablar de los árboles
es casi un delito porque significa silencio sobre tantos males…
Salvando las diferencias, porque Brecht estaba hablando de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, yo sentí que no se podía hablar de los árboles. Por lo menos que no se podía hablar solamente, apolíticamente de los árboles. Entonces, quiero comentarles que estas reflexiones que quiero compartir con ustedes, no son apolíticas.
En primer lugar, porque no tengo la voluntad de que sean apolíticas. Además, sería un intento infructuoso, porque la palabra no es apolítica. Porque la especie humana no es apolítica, por lo tanto el lenguaje humano no es apolítico, ni el predicado verbal, ni los pronombres, ni los recursos retóricos, ni la educación.
Así que voy a comentarles un poco sobre la palabra poética y política. Creo que en las palabras suelen replicarse los mínimos debates, tensiones y enfrentamientos que en las sociedades que las pronuncian. Política es esa palabra donde esa pugna se hace evidente. Porque han proliferado quienes procuran reducir el concepto política a partidismo, a ser persona política, a ser militante, afiliado, candidato, pensar políticamente, a pensar maquiavélicamente. Esto persigue un objetivo —y convengamos que lo consigue muchas veces— empequeñecer la discusión que toda sociedad debe darse acerca de su presente, de su pasado y de su destino.
Arte, educación y política, son conceptos entramados y dependientes. Si la educación es vapuleada, es vapuleada la palabra de nuestros niños y nuestros jóvenes y con la palabra, sus capacidades, sus sueños y sus derechos. Entonces, la pregunta que todos nos hacemos, pero muy especialmente los escritores: ¿debe la literatura erguirse en defensa de la palabra atropellada? Quien sino.
A propósito del arte, dijo el filósofo y educador estadounidense John Dewey: “las cimas de las montañas no soplan sin soporte. Ni siquiera descansan sobre la tierra. Son la tierra, en una de sus operaciones manifiestas”. Con esta magnífica metáfora el pedagogo y filósofo, señala que el arte no se eleva con fuerza propia, sino que es un emergente de la realidad, la sociedad, el barrio donde se produce. Por eso, esta lección mía de hoy, estas ganas de hablarles de la necesidad de ejercer el lenguaje. Porque no hay arte sin dignidades sumadas, igual que no hay cima, sin siglos de rocas.
La antinomia arte-compromiso / estética-política / verdad-belleza, le sirve a los que procuran meter la música en una cajita con bailarina clásica y todo. Sin embargo, la historia grande de la literatura es un ejemplo permanente de compromiso político, de debate del novelista, del dramaturgo, del poeta con su tiempo. Como siempre, y más que siempre —quien sabe— la palabra poética será una balsa que nos mantenga en la superficie.
Mayoritariamente, antes de escribir, hablamos. Pensemos entonces en el riesgo que implica dañar el acceso a la mejor palabra. Si hablamos, decidimos. En todo caso, hablar es decidir. Es imposible que no haya decisión en el acto de hablar. Lo que puede ocurrir es que si nosotros no decidimos, va a decidir el pensamiento hegemónico. Digo: alguien decide. Si como escritores no decidimos creativamente la palabra, seguramente vamos a decir “su cabello era blanco cual la nieve”, “aquel barco parecía una cáscara de nuez en la tormenta”, “el cielo semeja un terciopelo azul cuajado de diamantes”. No decidimos nosotros, decide el pensamiento hegemónico.
Pero hay algo que yo creo que es mucho peor: cuando no ya como escritores, sino ya como personas, desestimamos la importancia de decidir nuestra palabra, va a hablar por nosotros el pensamiento hegemónico y entonces vamos a decir: “algo habrán hecho”, “quién la mandó a usar minifalda”, “los maestros tienen tres meses de vacaciones”, “no son treinta mil”. Entonces decidir el lenguaje es decidir lo que somos y lo que hacemos. Por eso, en estos tiempos, y recién lo decían de alguna manera, donde hay un ataque casi de ficción contra la educación plural y sensible, contra la gracia y la ternura, nos toca más que nunca decidir el lenguaje y ejercerlo con el mayor coraje. A eso le llamo yo poesía.
La educación, que tiene muchos deberes, —tarea tan vasta, tan ardua y tan maravillosa— tiene, en mi opinión, una principal: la educación tiene que darle herramientas a la soledad humana. Y en este sentido, la educación y el arte se parecen mucho. Pienso, por ejemplo, en la función simbólica y en la función mágica: ni el arte, ni la educación, se proponen adornar lo real, sino actuar sobre lo real. Cuando Picasso pintó El Guernica, ¿pretendería adornar una pared?; ¿o resignificar la realidad de la guerra? De igual modo, un maestro no pretende adornar al niño con preciosos saberes, sino actuar sobre el adulto que un día va a ser. En todo caso, incrementar en ese ser humano la densidad ética y estética.
Pienso, también, en el valor emancipador del arte, como así de la educación, porque en ambos espacios se reponen saberes y actitudes que ayudan a la reformulación de proyectos liberadores —eso es lo que queremos— tanto en lo individual como en lo social. Pero la cosa es que cualquier forma de despojo, requiere clausurar el lenguaje, recortar sus funciones más creativas y más contundentes. Dejar del lenguaje una versión anodina, denotativa, ajena o enajenante.
Por eso, en mi opinión y sin desconocer todas las disciplinas del conocimiento, que de paso se ha dicho, no existirían sin el lenguaje, se hace indispensable apuntar en todos los niveles de la educación al resarcimiento del lenguaje, al emponderamiento por parte de los hablantes de sus posibilidades poéticas, emocionales y sanadoras.
Recuperar la poética de lo cotidiano, me parece indispensable. Y no hablo solo de que los chicos produzcan sus propios textos, por ejemplo. Es una parte y no menor. Hablo de trabajar la palabra en el laboratorio, para hacerla reaccionar de lo ácido a lo básico, hablo de llevarla a la cancha y el deporte, hablo de una educación desde donde el saludo: buenos días chicos / buenas tardes chicos, se trabaje sobre la palabra consciente y decidida. Fácil no, garantizado menos, y sin embargo, indispensable.
Allí donde dice Lengua y Literatura, tendríamos que encender un fuego, bailar, jugar, estremecernos, honrar la equivocación, porque de ese modo se hizo y se hace el lenguaje. Bajar la importancia a los resultados y, en cambio, celebrar el proceso, porque es un proceso la palabra humana. Por suerte, las palabras son semillas que ni Monsanto puede hibridar o patentar. Semillas agradecidas, carne de perro, decía mi abuela, de esas que se aguantan la sequía y la helada. Déjenme creer que si las esparcimos en la buena tierra de nuestros niños, vamos a tener una gran cosecha. Déjenme soñar en estos días que si arrojamos palabras en el páramo, el próximo verano habrá verdor. Y hasta sembrar al viento, como de vez en cuando parece que hacemos, porque el viento hace pie en alguna parte, aunque sea lejos de nosotros. Y fecunda.
Por último, voy a tomarme el respetuoso atrevimiento de hablar en nombres de muchos de mis amigos. Algunos están acá: el Mario, el Esteban, de hablar en nombre de mis amigos y —creo yo— de la mayoría de los artistas argentinos. Le gusta creer a la burguesía engolada y coqueta que el arte es caótico, disparatado y disperso. Cosa de unos locos que se tiran de los cabellos en sus buhardillas y toman vino con las musas. Una versión mediocre del Montmartre.
Pero el arte es organización y es trabajo. Lamentaremos decepcionar tan victoriana acción, pero los artistas no andamos a los tumbos por un egocentrismo fashion, porque solo existimos si hay un pueblo que va al cine y al teatro, si los niños pueden perderse en la maravilla de los libros, si la gente canta mientras camina.
En estas jornadas, que son un puro honrar la palabra, honrar el lenguaje, repensarlo, pensarlo, reflexionarlo, quiero, para terminar, dejar mi granito de arena que es, hablando de poesía, decir lo mismo que acabo de decir pero de otra manera.
Le llamo poesía, le llamamos
a la aplomada hilera de ladrillos
a la sopa fragante
al cuaderno de puntas estropeadas
le llamo, le llamamos poesía
a la espalda doblada de los viejos
transformados en signos de pregunta
no importa si nos sobran endecasílabos
o si nos falta rima
le llamamos estrofa a todo lo que canta
le llamamos metáfora al sudor,
a la nuca dolida, al día que demora
a los huesos de Carlos Fuentealba
nosotros, que tendemos la ropa al sol
como la ropa blanca
llamamos poesía al día que nos toca
nos hacemos poetas
entre ayer y mañana.
Liliana Bodoc – «La literatura en los tiempos del oprobio»
Conferencia de apertura de las XVII Jornadas «La literatura y la escuela» de Jitanjáfora ONG. – Mar del Plata, 7 de abril de 2017. (Transcripción)