En mi barrio hay días en que las vacas pastan en las veredas y los caballos se pasean impunemente por las calles, como salidos de otro tiempo y espacio. A nadie le sorprende, a pesar de que estemos en el siglo veintiuno.
No faltan expulsados que baten palmas. «Le barro la vereda, le corto el pasto, ¿Me presta una sierra para podarle ese árbol?». Crecen en número, junto a la exaltación de la individualidad y el desprecio a lo diverso, entre otras crueldades.
También hay un supermercado chino y sus ofertas. Allí se congregan vehículos último modelo y quienes ven en cartones, vidrios o cualquier cosa para reciclar, la oportunidad de arrimar algo a la olla.
Y que decir de la panadería que regala pan caliente a los que baten las palmas casa por casa. Bocanada de solidaridad.
De la lejanía, música del altiplano. Quenas y sikus son interrumpidos por la voz pastosa: «la papa, la batata, la cebolla, la zanahoria, señooora… aproveche la oferta señoora», se escucha desde un camioncito destartalado que avanza de milagro. Otra pausa. Más quenas y sikus, en un atisbo de poema barrial que irrumpe en la indolencia de la mañana.