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Los progresos del texto | Con letra propia

Los progresos del texto

Primeros minutos del día. Silencio, la mañana y sus olores que llegan desde el patio. Mempo y una cita para aprovechar los intersticios del tiempo, buscarse el hueco a la hora de escribir. Un lado de acá que conspira contra cualquier instancia creativa. Iba a escribir destello.

Sigo leyendo, conciliar (por no escribir consuelo) con la importancia de los progresos de un texto, en una novela con un protagonista acorralado y en un clima irrespirable, en un país que está de olvido, siempre gris, cantaría el “Polaco” en Sur.

Hay tanto déjà vu que espanta. Y memoria de una mosca.

Si se trata de progresos del texto, el propio:

Moisés

El pueblo era más grande de lo que pensaba y superaba las dos o tres manzanas alrededor de la plaza. Separado por cuadros con pastizales, algunas casas más modestas lo empujaban hacia los arenales que podían verse en el horizonte.
Se preguntó si podría vivir ahí.
Manuel volvería por ella al mediodía. No cruzaron casi palabras en el viaje desde el campo y en más de una oportunidad lo pescó mirándole las piernas, entre pozos y lomadas. La noche anterior había llovido y el camino vecinal estaba salpicado de pozos con barro. De alguna forma, le recordó a un viaje de la niñez. Ella y Ariel sentados en un auto, en el asiento trasero. No recordaba el modelo. Sí, la camioneta del abuelo delante, abriendo una huella inundada, lanzando el agua gris hacia los flancos, como Moisés en el cruce del Mar Rojo pero sin una vara.
Y quizás como Moisés, ella también huía de sus enemigos. Era el tiempo de ahogar los recuerdos, dejar a flote los que se construyen para sostenerse a diario. Pensó en su vida dedicada a la docencia, en el disfrute de la educación y el brillo en los chicos y chicas con un nuevo descubrimiento. Ni siquiera se trata de enseñar nuevos conocimientos, solo de la posibilidad de despertar la curiosidad y las preguntas, de rasgar el velo de lo que parece natural, como la pobreza, la violencia a las mujeres, las desigualdades.
Pero, más allá de sus chicos. ¿Había sido feliz? Un matrimonio fracasado con separación en malos términos al descubrir infidelidades y dos hijos a los que —anhelaba— haberles dado la posibilidad del discernimiento.
Se preguntó que habría detrás de los arenales. Ya habría tiempo de mayores caminatas. Tenía razón Manuel. Iba a quedarse un tiempo en La linda. Volvió sobre sus pasos y compró un pebete en el almacén, para disfrutarlo en las escalinatas del monumento al (supuso) labriego del pueblo.
Al mediodía, puntual, la chata estacionó en la plaza. ¿Le pareció o Manuel se había arreglado? Irradiaba otra luz al menos. Y un perfume muy dulce.
La pollera se le subió apenas al sentarse en la camioneta. Irina la dejó así y buscó en su cartera.
—¿Encontró todo lo que buscaba?
—Creo que sí —respondió ella y le ofreció un caramelo.
Tampoco cruzaron palabras camino al campo.

La sensación de que algo va tomando forma. Sin esperanza y sin desesperación.

Y comparto el fragmento de Mempo, de paso.

«Por entonces y todas las mañanas, las noches o los días, yo escribía disciplinadamente y aprovechaba todos los intersticios del tiempo como aconsejaba Filloy, el viejo sabio de Río Cuarto. Riguroso y sistemático, escribía yo una segunda ficción, una historia dura y seca ambientada en mi tierra con el río Bermejo, el ingenio Las Palmas y La Leonesa como escenarios en los que un maestro de escuela rural desencuentra su eje y padece la brutalidad de la selva y de los hombres. Era un argumento no predeterminado que se iba construyendo a medida que avanzaba la escritura. Quizás acabaría siendo una novela, pero no estaba seguro y no importaba. La escribía como a la primera: avanzaba escribiendo para saber qué y por qué. Como se escribe poesía o como yo creía y creo que se es poeta: de a saltos y furores, pasiones fugaces, concentraciones y extravíos, fogonazos de ideas, asombros extenuantes. Eso quería, porque así lo había soñado y eso era todo.

Quizás una contribución a la novela del futuro, pensaba también, una que se escribiese con decisión y Norte fijo, pero escueta, sutil, leve. Una novela a la moda europea, digamos, de esas más bien cortas como leería años después en Süskind, Baricco, Nothomb, Tabucchi, pero en plan sudamericano si es que yo llegaba a desentrañar qué y cómo era eso. Hoy los lectores quieren brevedad porque les parece que hay poco tiempo, pensaba mientras aporreaba las teclas sin poder acabarla, exultante un día y frustrado al otro. Pero poco tiempo para qué, me preguntaba. ¿Para saber que así serían todos los años que vinieran después, con uno diciéndose siempre lo mismo y soñando parecido pero a la vez avanzando, consciente del progreso del texto, que es lo que importa? Todo diferente de cómo son las cosas ahora, ciertamente; este siglo también problemático y febril lo cambió todo con su efecto lavarropas, lavacabezas. En el siglo XXI ya somos un mundo en el que tantos y tantas, y tontos y tontas, dicen lo mismo y lo difunden, lo amplifican y multiplican como seres desvelados por la carrera de necesitados que hoy somos en el planeta, entes atónitos que soñamos despiertos, insomnes, y planificamos y pasamos innumerables horas leyendo boludeces en los celulares y aislándonos del mundo convencidos de que en las llamadas redes sociales nos comunicamos más y mejor, jajá, no me hagan reír.

No recuerdo dónde habré leído que la novela del futuro apunta a estar más cerca del relato breve, la anécdota, el sucedido, la historia que no es cuento necesariamente. La narración sin reglas, algo así. Pero a la vez no, quizás no, ni ahí, en realidad no hay novela del futuro —me decía y dice una voz interior—, sólo hay novela nomás porque toda novela es, a la vez, una teoría de la novela y acaso ahí esté el secreto». (*)

(*) Giardinellli, Mempo, Esto nunca existió, Buenos Aires, Edhasa, 2022, pp 66-68).

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