Llueve. El agua cae monótona y relajante. No se compara con las imitaciones que se encuentran en Internet. Lo comprobaste hace instantes, con el celular afuera registrando los sonidos del agua.
Llueve adentro también, se podría equiparar al silencio. La titánica tarea de enfrentarse a una hoja en blanco que te gana por goleada desde hace tiempo. Quizás no hay nada que escribir y eso también sea una forma de escritura.
Escarbás en el texto, empecinado en salvarlo.
La vibración en el piso lo despertó. Habían vuelto. El perro gruñó y miró hacia la puerta. “Tranquilo”, le susurró. Por el ventanuco de su rancho vio las estrellas brillantes. La luz de la luna bañaba los pastos resecos y desnudaba las gotas de rocío.
Sintió los cascos en la tierra, casi podía adivinar que estaban rondando su tapera. Se calzó el poncho sobre la camisa y bombacha de grafa, mientras recorría la piecita con la mirada. «Debajo de la cama», recordó y dio con las alpargatas. Afuera, la batahola se intensificaba.
Ya de pie, suspiró profundo, empuñó el cuchillo y abrió la puerta hinchada por la humedad. —¡Acá estoy, cochinos! —gritó para darse coraje. No había nadie.
En el horizonte unos perros ladraron a la distancia, en el cuadro de Don Venancio. Viró y esperó el lanzazo en las costillas que no llegó. Los perros seguían con su queja en la lejanía, sorprendidos por su grito.
El “Satanás” olisqueaba el terreno y gruñía, haciendo un semicírculo en su defensa. Él hurgó en el suelo, buscando las huellas que sus oídos le anunciaron. Pero no encontró nada, solo el sulky herrumbrado que miraba a la tierra por la falta de una rueda. Se dejó caer de rodillas, apretó fuerte el facón y lo clavó en los pastos puna. Una gota le cayó por la mejilla y acusó al frío imperante de la llanura, aunque sus ojos siguieran húmedos. No quiso preguntárselo porque sabía la respuesta y reprochó a la sesera esta nueva jugarreta.
—Vamos adentro, vení.
El perro lo miró y bajó las orejas. Se acercó hasta él y le olisqueó la bombacha. Movió apenas la cola y entró en el rancho. Amaranto lo siguió detrás, cabeza al suelo, empujado por sus fantasmas.
A escasos metros de distancia, detrás del sulky, el cona se subió al caballo y miró a su indiada de gestos fieros, con el grito de guerra que nadie escuchaba atorado en la garganta, como corresponde a buenos fantasmas. Les hizo un gesto con la cabeza, dieron media vuelta y desaparecieron en la llanura.
Efectista. «Un texto de otra época y otro narrador», pensás. Y volvés a la anotación, como si las respuestas estuvieran en tus garabatos. Deberías mejorar la caligrafía, de paso. El tiempo de cada uno es un hilo delgado, transparente, como los de coser, al que la mano de Dios le hace un nudo de cuando en cuando y en el que la fluencia parece detenerse nada más que porque la vertiente pierde linealidad. O como una línea recta marcada a lápiz con una cruz atravesándola de trecho en trecho, que se alarga ilusoriamente ante los ojos del que mira porque su visión divide la línea en los fragmentos comprendidos entre cruz y cruz. Lo de la cruz está bien, porque cruz significa muerte (*).
Quizás muerte de una forma de escritura, del quiebre de un pacto tácito para hacer ficción. O es solo la influencia del texto de Saer. Me he estado oyendo a mí misma durante años sin saber exactamente qué decía, sin saber siquiera si eso era exactamente una voz. No se ha tratado más que de un rumor constante, sordo, monótono, resonando apagadamente por debajo de las voces audibles y comprensibles que no son más que recuerdo («que perdure»), sombras.(*).
Recuerdos que intentamos tomar del aire, textos como sombras a cazar, con la (casi) certeza de que no se puede hacer otra cosa que ir detrás de una voz reticente, gracias al ritmo vertiginoso de la vida moderna.«El tiempo de la escritura hay que construirlo», leíste el otro día. ¿Pero en qué momento?; ¿O la herida es más profunda y no querés ver que no hay nada que contar? No sabés la respuesta, pero desconfías de la figura del artista angustiado y ojeroso que intenta robarle horas al día para escribir.
Afuera el agua sigue cayendo.
Adentro también.
(*) Fragmentos de Sombras sobre vidrio esmerilado, de Juan José Saer, del libro Fuera de lugar, en Cuentos Completos, edición digital.
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