«La literatura no es más que amor y trabajo. Concibo otras formas, pero sólo estoy tratando de ver la mía. Antes creía que sin saber nada, sin comprender los secretos de la palabra y la forma, de una manera puramente instintiva (genial) se podía llegar a dominar el idioma. La literatura, me decía, no es sólo sintaxis o adverbios o cópulas o gerundios, es, sobre todo, ideas. Y es cierto. Pero no comprendía que al pensar “no sólo es” admitía de algún modo que también era eso. Porque al fin me he dado cuenta —al cabo de cuántos versos, de cuántas páginas estúpidas— de que se debe trabajar la forma, no para hacerla “bella” —aunque esto solo podría justificar algo— sino para poder decir aquello que se quiere decir, y no exactamente lo contrario o apenas una triste parte. Trabajo: eso. Nunca tengo grandes ideas, acaso nunca las tendré, pero al menos puedo decir tan claramente como es necesario las pobres ideas que tengo.
Aprender a escribir. Tal vez sea imposible pretender ser escritor como se pretende ser abogado, es decir, siguiendo un curso preparatorio, pero es cierto que luego de haber sentido la necesidad de escribir, luego de haber escrito —mal o bien, o medianamente bien—, es necesario aprender. Doblegar el idioma es fundamental, porque nadie puede expresar nada, ni siquiera la idea más notable, si no consigue antes servirse del idioma.
Corregir, corregir mucho. Hasta poder decir: esto es lo que yo intentaba. Hay mil, cien mil maneras de decir lo mismo (al fin de cuentas no se hace más que eso) pero es necesario saber cómo ha de decirse. Kierkegaard escribe algo parecido en el prólogo a El concepto de la angustia».
De un papel suelto, 1954 o 1955, en Castillo, Abelardo, Diarios (1954-1991), edición digital.
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