Amanecí con la sensación de que habías pasado por casa. El espejo devolvió mi cara somnolienta y el rimel corrido cuando vi la grieta. Estaba sobre el botiquín del baño y puedo asegurar que esa pared se encontraba intacta la noche anterior.
Recuerdo que me quedé mirándola unos instantes y llamé al portero. El tipo miró la rajadura y escudriñó con gesto sabiondo. “No entiendo cómo se produjo, señora”, comentó. Levanté los hombros y convenimos día y hora de la refacción.
Camino al trabajo debí darme cuenta que algo andaba mal. Tu perfume que apareció de improviso; la fragancia de menta y lluvia de la hora de tu muerte pese al sol radiante; la rayuela sin “cielo” (porque el paraíso no existe, juramentabas) que alguien había dibujado en la plaza; indicios de un pasado que se colaba implacable por mi cordura.
Era demasiado. Alegué una descompostura y giré sobre mis talones. Necesitaba amigarme con lo extraño. No sé por qué, pero recordé la grieta y tuve un estremecimiento.
Entonces te vi. Radiante, el brillo tornasolado de tu mirada, la sonrisa intacta. La barba prolijamente desalineada, el estetoscopio rodeándote el cuello (el mismo que conservo en casa pero sin la sangre del accidente) y tus dos manos en los bolsillos del delantal. Así nos conocimos, ¿te acordás?
Devolví el saludo, como no podía ser de otra manera. Sabés que soy escéptica por naturaleza, un amante de hechos tangibles que desdeña historias de fantasmas y aparecidos. Pero estabas ahí, conmigo. Y decidí guardarme los cómo, dejarme llevar por la situación y rodear tu antebrazo, aceptando la invitación.
Caminamos una ciudad que cada día me parecía más ajena y recorrimos nuestras calles y plazas, aunque el resto de las personas no te vieran y rehuyeran mi expresión alienada. Que debía ser bastante evidente por cierto.
En un momento llegamos a la Plaza Güemes y nos sentamos en un banco. La tarde caía y un cielo sangriento, de despedida anunciada, se cernía sobre ambos.
—Quiero que sigas con tu vida —sentenciaste.
—Sabés que no puedo.
—Si podés. A eso vine. Dale.
—Pero es muy difícil.
—Tirá mis pertenencias o donalas. No te quedes con esto —dijiste señalando el estetoscopio.
—Pero son recuerdos.
—No son recuerdos, son objetos. Guardá este día o la piedra que te regalé.
Entonces recordé el azabache del canto rodado que habíamos levantado minutos antes.
—Pero también es un objeto.
—No. Es la prueba de mi presencia —comentaste.
Un maullido débil desvió mi atención y rozó mis piernas. Volví la mirada y habías desaparecido.
El gatito maulló otra vez y me miró desde sus ojos inmensos alejando mi desamparo, preanunciando el suyo. Lo alcé con la vista nublada y sentí que era tiempo de regresar al mundo de los vivos. La piedrita forma parte de su cascabel y su ronroneo de mi vida; ambos acompañan tu memoria mientras espero a las chicas de la ONG que vienen por tus pertenencias.
Ah, una cosa más: la grieta sigue ahí, testigo y cómplice de las cosas improbables pero posibles. De vez en cuando le echo una ojeada y no puedo evitar reírme, esperando que algún día quieras visitarme de nuevo.
(Cuento que integra «Series y Grietas», editado en 2015 por Colisión Libros.