El campo es una herida absurda, agazapada, una inmensidad que no tiene fin, que de alguna manera siempre retorna.
«Después de cruzar el campo ondulado -al frente y por ambos lados- la tierra tan lejos como alcanzaba la vista, mostrábase absolutamente plana, en todas partes verde por los pastos invernales, pero sin flores en esa época del año y con resplandores de agua en toda su extensión.
Había sido una estación muy lluviosa y los campos se habían convertido en superficiales lagunas. No se veía otra cosa, exceptuando los rodeos de ganado, las caballadas y algún jinete ocasional galopando a través de la planicie.
Divisábamos a lo lejos, varios pequeños montes marcando la ubicación de alguna estancia o puesto. Aquellas arboledas parecían islas sobre el campo, chato como el mar». (*)
El libro de Hudson. Había una copia en casa, ilustrado, si mal no lo recuerdo. O repongo, porque sí.
Silencio. La voz y las confesiones. «Los ojos japoneses son más mansos», Alejandra Kamiya. En el podcast de Eterna Cadencia. También aquello de buscar «un estado de inconsciencia» para escribir, despojado de control.
Afuera llovizna. Entrever entre las minúsculas gotas, entrever a través de lo que se escribe.
Un diario de duelo de Barthes, el diálogo con Sor Juana sobre las ausencias: «Golpeado por la naturaleza abstracta de la ausencia; y sin embargo es ardiente, desgarradora. De ahí que entienda mejor la abstracción: es ausencia y dolor, dolor de la ausencia -¿quizá es entonces amor?».
Una mujer escribe en el medio del campo. Cierto avance en ese texto. Ofuscada por los mandatos. Hay que desconfiar de ellos.
Se trata de mirar, más allá de.
La llovizna se detuvo.
(*) Allá lejos y hace tiempo, Guillermo Enrique Hudson, edición digital.