
La charla le llegaba a ramalazos. Debía irse del bar. Iba para dos horas que estaba ahí.
—Ahora se puede caminar más tranquilo.
El otro asintió y bebió un sorbo de café.
—Faltaba orden. Mirá que no le tenía mucha confianza.
—Y libertad—concedió y llamó al mozo con el brazo levantado.
—Dejá yo invito —dijo el más joven.
Afuera, el invierno lo cubría todo.
El Negro cruzó la calle. La ciudad parecía ajena. Su cita había faltado y no era buena noticia. Los estaban aniquilando desde el golpe de estado, que algunos compañeros y compañeras vieron como un paso necesario para acelerar las contradicciones.
Él tenía sus reservas. De alguna manera, se habían alejado de la más maravillosa música. Lo supo en la mirada de doña Clara, que conocía su militancia y le dispensó una atención fría en el mercadito del barrio, la última vez que visitó a sus viejos. Mirada que estaba a distancia de los pibes que lucharon para que vuelva el General.
Gobernaba Isabel todavía.
En diagonal, un Ford Falcon con tres tipos en su interior. Iba a detener su marcha, pero continuó caminando como si nada. Si venían por él, no tenía chances. La vista al frente, atento a cualquier zarpazo. El corazón parecía que iba a explotarle. Pero no explotó. Llegó a la esquina. Una, dos, diez cuadras, hasta que se encontró con el supermercado.
Ahí se dio vuelta.
Nadie lo había seguido.
Repasó los últimos días, sin instrucciones ni citas. Debía desengancharse de la organización, o, al menos, replegarse. No faltaba tanto para el atardecer, cuando podría tomarse el colectivo hasta esa casa que ya no parecía tan segura. Compró unos paquetes de galletitas y un agua mineral para seguir caminando sin rumbo fijo.
Entonces lo vio. Como si el Renault 4 lo estuviera esperando.
Se acercó hasta el auto y fingió buscar las llaves, mientras miraba a su alrededor. Los movimientos certeros, la cerradura que cedía. «El secreto está en que parezca natural», celebró.
Renegó unos minutos hasta que pudo encenderlo. Para su fortuna —y el día que se alejaba parecía sonreírle— el tanque estaba lleno.
Buscó una de las salidas de la ciudad.
Frenó en el paso a nivel. En las ventanillas de los vagones, las caras de quienes volvía a su casa después del trabajo, ensimismadas en las penurias económicas, ajenas a un gobierno represivo.
Pensó en el último año. Su vida era un tren a toda velocidad con riesgo de descarrilar. La idea de refugiarse de los milicos en el interior y que pareció tan buena en el bar, ya no lo era. Confiaba en que su amigo siguiera viviendo en Colonia El Porvenir.
Se habían conocido en la universidad, días antes de que Cámpora venciera en las elecciones presidenciales, el 11 de marzo de 1973. Leandro era amante de los clásicos griegos. El Negro se sumergía en Arlt, Conti, Faulkner y John William Cooke. Ambos coincidían en la urdimbre de creencias y palabras, de caminos diferentes pero abrigados por la misma pasión por las letras y los libros.
Pese a que congeniaron desde un primer momento, los compañeros comenzaron a separarse cuando él se volcó de lleno a la militancia y la política ocupó el centro de la escena. Leandro profundizó su relación con Claudia y las visitas se hicieron más esporádicas. No obstante, siempre que encontraba un resquicio, el Negro se hacía una escapada hasta La Plata y se refugiaba por unas horas en el mundo cotidiano de sus amigos, sin citas, reuniones y sin la política como ombligo del mundo.
En el último encuentro, la pareja le contó la buena nueva que le cayó como un balde de agua fría: habían decidido mudarse a Colonia El Porvenir, el hogar de Leandro que pretendía pasar allí los últimos días con su padre, furibundo antiperonista y sobreviviente de dos infartos.
Tiempo después le llegó una carta desde el centro del país: él se había hecho cargo del negocio familiar y juraba que seguía leyendo y escribiendo. Claudia estaba embarazada y vivían en un pueblo enclavado en el medio de la llanura, abrigado por fantasmas y con el pasado escondido en cada esquina. «Te va a encantar», concluía con entusiasmo.
Y ahora, cuando el cerco era asfixiante, recordó la carta y se aferró a ella con desesperación.
Ya en la ruta, se sintió más tranquilo.
P.D. Podría ser otro comienzo posible de El porvenir es una ilusión, editada por Colisión Libros.