Descubrir esa huella

Domingo. Leo a Coetzee. El personaje, un profesor universitario expulsado de la universidad por abusar de una alumna, se refugia en el campo con su hija.

Es un ser detestable que no se arrepiente de sus actos, incluso piensa que está siendo injustamente castigado. Y su arribo al campo, coincide con más desgracias para su entorno familiar.

Sin embargo, entre tantas calamidades, piensa que es el momento para avanzar con un viejo proyecto literario. Pero las palabras no se acercan. «El proyecto no avanza. Todo lo que logra precisar son fragmentos sueltos. La primera palabra del primer acto se le resiste todavía; las primeras notas siguen siendo tan esquivas como las hilachas de humo. Algunas veces teme que los personajes de la historia que durante más de un año han sido sus fantasmales acompañantes, comiencen a apagarse poco a poco».

Temo que me ocurra lo mismo. Quizás por eso leo, como si en la lectura estuviera la respuesta para avanzar en varios proyectos de trabajo.

Transcribo. Robo a otros, en busca de contagio. Morábito, el texto «Surcos», en El idioma materno:

«Para huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis primeros años escolares trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea sinuosa que la cruzaba de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas desviaciones para que ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra vez, hasta que las líneas se convertían en surcos, luego abría nuevas desviaciones que se convertían en nuevos surcos, y así hasta cubrir la hoja con una red intrincada de caminos. Tenía cuidado de lograr una profundidad pareja en todos los trazos, ya que el juego consistía en agarrar el lápiz y, casi sin ejercer presión alguna, deslizarlo por la hoja para que la propia carretera me guiara por su laberinto de desviaciones y ramales. Era preciso no ahondar en ningún trazo y dejar, por así decirlo, que el surco decidiera. Cuando lo conseguía, el lápiz parecía viajar solo, impulsado por los surcos y no por mi mano. Debe de haber sido mi primera experiencia de lo que llamamos inspiración. Iba descubriendo en cada “viaje” la ruta más secreta entre todas las rutas posibles, pero no tan secreta como para que no fuera susceptible de modificarse en algún punto particularmente blando o en alguna desviación de hondura menos pronunciada.

Así, cada trayecto era distinto del anterior; siempre y cuando el pulso se mantuviera estable, pues bastaba un descuido, un aumento imperceptible de la presión sobre el lápiz, para que prevaleciera un único recorrido, una sola verdad sobre la pluralidad de caminos. Ignoro en qué medida ese pasatiempo contribuyó a mi inclinación por la escritura y qué tanto me proveyó de un método para, varios años después, escribir cuentos y poemas, pero seguramente en algo contribuyó a que entendiera que también la escritura es una cuestión de pulso, de no forzar la red de caminos, de ponerse en la condición de ser guiado por una huella sinuosa y comprobar que escribir es descubrir esa huella y que basta ejercer un poco más de presión de lo debido e intervenir un poco más de lo necesario, para quedar preso en un solo surco y repetir lo ya dicho».

Otoño en su esplendor. Se acerca el tiempo de levantar las hojas secas -aplica a la escritura de paso- excusa para revitalizar mi espacio en momentos donde nadie lee nada.

A propósito, de que «Nadie lee nada», ayer una escritora y periodista expuso su precarización y explotación laboral en su columna. Y como no hay correctores, la columna fue publicada en la web, impresa en el diario. Escándalo. La dieron de baja del sitio, para subirla de nuevo, cuando el tema se viralizó.

Creo que se lee, no sé si con atención, pero se lee y, porque se lee, también se escribe. Lo más lejos de la Inteligencia Artificial al menos en mi caso. A lo mejor me equivoco y debiera consultarle sobre mis proyectos, cómo seguirlos adelante. O no, solo descubrir esa huella presente en la escritura, como plantea Morábito. Y dejarse llevar.

P.D.: El libro de Coetzee, todavía sin concluir, es Desgracia.

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