Fui a buscar la linterna. Él salió de la casa para ir a por otra que. tenía en el coche. Subimos los siete peldaños de la escalera y nos adentramos en el bosque. No había tanta claridad como la primera noche, pero el reflejo de la luna otoñal aún alcanzaba para ver por dónde pisábamos. Dejamos el templete atrás y nos abrimos paso entre las hierbas para llegar hasta el túmulo de piedras. No había ninguna duda. El enigmático sonido salía de entre los huecos de la piedra. Menshiki caminó despacio alrededor del montículo. Observó atentamente los huecos bajo la luz de la linterna. No se veía nada especial, tan solo piedras cubiertas de musgo y amontonadas en desorden. Miré su cara. Bajo la luz de la luna, parecía una máscara antigua. Me pregunté si él también me veía del mismo modo. —¿Los otros días también salía de aquí? —me preguntó en un susurro. —Sí, exactamente en este lugar. —Es como si alguien lo hiciera sonar debajo de las piedras. Asentí. Me tranquilizaba comprobar que no estaba loco. Lo que hasta ese momento podían ser solo imaginaciones mías se transformó gracias a las palabras de Menshiki en algo real, concreto. Por tanto, no me quedaba más remedio que admitir que en las costuras de la realidad debía de haberse producido un ligero desgarro.
—Digamos —continuó Menshiki— que sucede algo parecido a esos terremotos con el epicentro en las profundidades del océano. Se produce un enorme cambio en un mundo invisible, en un lugar adonde no llega la luz del sol, es decir, en el terreno de la inconsciencia. Sin embargo, todo ello termina por transmitirse a la superficie de la tierra y produce una reacción en cadena cuyo resultado sí tiene una forma visible. No soy artista, pero puedo entender más o menos el origen de esos procesos porque, en el caso de los negocios, las buenas ideas nacen de un modo parecido. La mayor parte de las veces se trata de ideas que brotan sin más de la oscuridad.
Siempre me había gustado contemplar, por la mañana temprano, un lienzo en blanco, donde aún no había nada pintado. A ese acto lo llamaba el momento zen del lienzo: no había nada, pero eso no quería decir que estuviera vacío. En la superficie completamente blanca se escondía algo por venir. Al aguzar la vista veía muchas posibilidades que en algún momento se concretarían en algo. Era un momento que siempre me había gustado: el momento en que lo que es real y lo que no lo es se confunden.
—Hay cosas que es mejor dejar como están, entre las sombras. El conocimiento no siempre enriquece y la objetividad no siempre es mejor que la subjetividad. De igual modo, la realidad no siempre apaga la ilusión.
Me gusta mucho Murakami pero siento que se repite de vez en cuando. Tengo ese libro en espera
Banana Yoshimoto: Recuerdos de un callejón sin salida. Me encantó.
Ishiguro también pendiente.
Me gustan los nipones.
Saludos.
Gracias por invitarnos a la lectura, por abrirnos el apetito con esta degustación de pasajes.
Veo que te gusta la literatura japonesa.
Un abrazo
Excelente reseña y estímulo para su lectura. Gracias por compartirla. Abrazo.
Desde hace tiempo vengo postergando la lectura de Murakami, tal vez porque la primera vez que oí hablar de él fue a través de una crítica demoledora. Un prejuicio absurdo en el que me he acomodado por pura pereza. Quizá ahora sea el momento de atreverme con Murakami.