Hacía mucho que no llovía en el pueblo de Salina Seca; tanto tiempo había pasado que los mayores no recordaban la existencia de la palabra “lluvia”, y los más chicos ni siquiera podían imaginar lo que era ver el agua caer desde las alturas. A veces, muy de vez en vez, el cielo dejaba escapar algún rezongo y el horizonte se fisuraba en un relámpago imperfecto. Pero cierta noche de febrero sopló una brisa húmeda, deliciosa, las nubes se arremolinaron en el este para hacerse espesas y con una decisión propia de los cielos encapotados, avanzaron en silencio para dejarse llover. Quizá porque hacía tanto que no llovía en Salina Seca y hasta los cielos estaban confundidos, o porque no siempre las cosas tienen que ser idénticas hasta lo indecible, esa noche llovió luz. Gotas de luces de todos los colores que fueron iluminando las calles. Gotas gruesas, finas, hirientes como agujas, bamboleándose en las copas de los árboles, haciendo equilibrio en los cables, dando pinceladas iluminadas en los jardines. Los mayores creían recordar que las lluvias habitualmente no eran así, pero no estaban muy seguros.
Los más chicos se decían para sí, por qué no llovía todas las noches de esta forma, para poder ver algo tan hermoso. Pronto algunos se animaron a ganar la lluvia, salieron a la calle y bailaron o corrieron o simplemente caminaron bajo las gotas de luz. Y hay que decir que era muy gracioso ver como la gente brillaba, parecían espectros, tenían aureolas perfectas. Muchos juntaron gotas de luz en baldes de chapa o plástico porque creían recordar que, algún bisabuelo, sabía decir que la lluvia era muy buena para lavarse el pelo; y otros juntaron luz en frasquitos para disfrutarla todos los días, como un adorno.
En la madrugada hubo un bostezo de luna y la lluvia de luz terminó. Desde aquella noche en Salina Seca muchas veces cayó agua del cielo, pero nunca mas volvió, realmente, a llover. Es que la belleza, como las tragedias, suelen no ser eternas.
El paño rojo
Estoy en el departamento de Alexis Sanders, amigo personal. Él no está, aunque hasta hace un rato estuvo. A mi lado hay un indio zulú acariciando un conejo gris, me mira con recelo (el indio, el conejo no) Desparramada sobre el sofá está Samanta, mujer cuya piel envejece al paso de los minutos. Frente a nosotros, la mesa ratona cubierta por un paño rojo parece ignorar todo. La mujer me pregunta si voy a intentarlo una vez más, prefiero no responder.
Algunas horas atrás volvíamos de Chivilcoy después de asistir al velorio y entierro del tío Nepomuceno Sanders. No era familiar mío pero Alexis insistió en que necesitaba compañía para el viaje, no quería manejar tantos kilómetros solo y además aseguraba que la tristeza lo había arrinconado.
Mientras íbamos en marcha lenta hacia el cementerio, Alexis me confesó el cariño que lo unía a su tío.
– Era un gran hombre, siempre animó mis cumpleaños hasta los ocho años. ¿Te acordás cómo nos reíamos?
Afirmé con un gesto.
– Hace cuatro o cinco años se vino para Chivilcoy, no tengo idea del motivo, pero recién en el velorio vi a una señora morocha, bastante joven, que no para de llorar. ¿La viste?
– Sí.
– ¿Qué te pareció?
– Que tu tío se vino a vivir acá para estar más cerca de esa mujer.
– Mi tía falleció hace años. Él tenía derecho a rehacer su vida.
– Sí.
– Siempre me resultó raro que dejase la ciudad para venir al campo.
Ofrecí un cigarrillo, dijo que no y continuó.
– Me dejó una valija con cosas suyas.
– Vi que te la dio el viejo Esteban.
– Sí.
A lo largo del camino el calor fue creciendo. Antes de abandonar los campos plantados de girasoles, paramos para tomar un refresco en una pequeña estación de servicio. Pedimos dos gaseosas y fumamos juntando fuerzas para retornar al camino.
No hablamos mucho sobre la valija heredara. Alexis se quejó. La consideraba de poca monta comparada con el auto y el departamento que habían recibido otros herederos.
– ¿Cuánto hacía que no veías a tu tío?
– Veinte años, desde mi cumpleaños de ocho.
– ¿Esa fue la tarde cuando pasó lo de la paloma?
– Si, una pena. Justo estaba abajo del ventilador de techo. ¿Tenés cambio para el peaje?
Así fue todo el camino.
La mujer que avejenta con los minutos me acaba de sugerir que sacuda el paño rojo. No respondo.
– ¿Cómo se les ocurrió ponerlo ahí? ¡No es un mantel! – dijo.
Evito explicar que la idea no fue mía.
Habíamos llegado al departamento acalorados y con hambre. Mientras Alexis acomodaba las cosas, busqué un par de vasos y los llené de cerveza. La mesa ratona estaba recién laqueada y Alexis me pidió que no apoyara nada sobre ella. Abrió la valija de Nepomuceno al tiempo que protestaba.
– A mí me toca justo heredar estos artículos de magia.
Sacó el paño rojo, cerró la valija.
– Al menos que sirva para algo, ¿no? Lo pongo como mantel y listo. Apoyá los vasos – dijo.
Fue al colocarlos sobre el paño cuando los vasos desaparecieron. Nos quedamos mirando sin entender. Alexis levantó el mantel pero abajo sólo estaba la mesa. Volvió a extenderlo sobre ella y metió una mano. Parecía estar introduciéndola en un tambor sin fondo.
– Puedo tocar algo, pero no logro sacarlo – dijo – Esperá.
Quiso pararse sobre la mesa. Puso un pie sobre el paño. Al subir el otro, se hundió hasta la cintura. Trató de agarrarse pero se deslizaba por la tela. Desapareció sin que pudiera ayudarlo. Desesperado, metí mi mano en aquel rojo intenso, tanteé. Saqué primero a la dama, luego al Zulú, después el conejo.
– ¿Y si lee el libro de magia para saber cómo hacerlo volver? – sugiere la anciana.
Sin dirigirle la palabra junto las manos en forma de bocina sobre mi boca y grito:
– ¿¡Alexis, me escuchás!?
Pero el fondo ha de ser muy profundo, y las cervezas están muy lejos, o la voz de Alexis es demasiado suave, o los trucos de magia, mal manejados, resultan excesivamente peligrosos.
Acerca de Marcelo Rubio
Marcelo Rubio nació en Argentina en 1966, es licenciado en Comunicación Social y conductor del programa “Kriminal Mambo” en AM530. Es autor de los libros de cuentos “Fútbol sin tiempo”, “Nueve relatos atravesados en la garganta”, “Bajo el signo de Eva”, “Cuentos de la Strada”, “Lo que trae la niebla” y “El Cristo roto”.
Pues el primero me ha encantado, pero el segundo es una preciosidad, qué experiencia en un velorio, y qué onirismo en ese mantel que se traga al que juega con sus pertenencias como herencia.
Un abrazo y gracias por compartir
Miu buenos sobre todo el segundo.
Enhorabuena.
Besos al alma
Excelentes los dos. Se disfrutan de línea a línea.