Cuando llueve, el bidón queda escondido en un árbol o bajo los ligustros. De nada valdría dejar la casilla de cartón, donde la barda marca el fin del mundo y el calor del cuerpo de la China es el mejor plan. Pero el abrazo no alcanza para arrimar algo a la olla y hay que salir igual a hacerse la diaria.
Se encapucha y cierra la campera ligera, de buzo, descosida en los puños, El abrigo es una humorada y camina las cuadras que lo separan de la parada del ómnibus.
Allá abajo, el centro y la furia, retahíla indolente de tráfico y parabrisas por limpiar.
El bondi viene completo. Agradece a la vecina por el pasaje y mira al fondo. Imposible hacerse un hueco. Se queda al lado de la máquina que cobra los boletos y repasa los rostros. Ni una sonrisa, solo gestos sombríos.
Afuera, la llovizna da una tregua.
En el centro acorta distancias hasta el local de persianas bajas y un grafitti obsceno. Los golpes de contraseña, la cortina metálica que se levanta, morosa, en dos, tres esfuerzos. «Vení, pasá», invita la dueña y él se agacha para ingresar por la puerta. Le esperan un mate y una torta frita. Él le mira las arrugas de las manos y se pregunta por qué continúa trabajando. Pero sabe la respuesta, sigue corriendo de atrás, aunque tenga un local a la calle y cerrado, con el que todavía vende panificados en la cercanía.
«Que desastre, nene», le dice, como si supiera qué está pensando. Nene, aunque hace unos días haya cumplido treinta. La ayuda a preparar los pedidos y recuerda que tiene un marido incapacitado y una hija que ve a fin de año o si necesita dinero. Viven al fondo y, de alguna manera, el olor a pan y facturas es la razón que los mantiene en pie. O cuerdos, que sería más o menos lo mismo.
«¿Adónde vas a ir con esta lluvia?, comete otra y quedate un ratito más», invita. Le da la razón, pero niega, la avenida está unas pocas cuadras y es la hora temprana en que puede hacerse unos pesos. «Ya te la preparé», dice Helena y le señala la botellita de agua con detergente y la escobilla, detrás de la puerta. Él sonríe y la despide con un beso en la mejilla. Huele a coco y almendras. Siempre se promete que le regalará un pote de crema cuando la diaria sea generosa.
Acorta distancias a paso firme, para engañar el frío y la garúa. El tráfico es de un rugido incesante. El primero es el más difícil. Luego de varios fracasos, una piba asiente y rebusca en su cartera. El chorro hace un rulo de extremo a extremo y el vidrio cede ante el agua. Le deja unos billetes que guarda en el pantalón. Intenta no temblar de frío y señala otro parabrisas. Ni lo registran, como si no existiese. Continúa su camino entre la doble fila de vehículos y se apea, segundos antes de la luz verde. «Debiera explotar esta habilidad», piensa.
No tiene reloj ni móvil, pero sabe que la hora pico quedó atrás. También el mediodía. Tantea el bolsillo, podría haber sido peor. Ahora llueve más fuerte y el cielo oscuro atemoriza. O son los días, no sabe bien. Evalúa entre cargar la tarjeta o caminar. Conoce la respuesta y traza un mapa mental de aleros y marquesinas para mojarse menos.
Las casillas son un punto en la lejanía.
Imagen (modificada) de Fathromi Ramdlon en Pixabay