Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso y la combinación de palabras como arma letal. No las palabras, pero sí su sintaxis(*), la atracción de arrimarse o repelerse, según los días.
Llueve, abrir las ventanas y renovar el ambiente. Música de jazz.
Arrinconado por los días, la escritura cede terreno. «Al espacio de escritura hay que buscarlo», leí por ahí. Menuda tarea.
Noventa y una palabras y contando. Nada mal.
Los días pasan, las palabras no se arriman.
Llueve de manera diferente en el campo. Un aguacero ensordecedor y el caer continuo después, la catarsis o protesta de la naturaleza, como se prefiera. De alguna manera, remite a Orozco, un texto donde un hombre y una niña cabalgan por la llanura.(**)
La humedad pide permiso, también el frío. Lo puedo sentir ascender desde mis tobillos, reposarse en mis rodillas y asentarse en los muslos.
Drive my car, la imagen de los protagonistas abrazados, mirando la nieve: Los que sobreviven siempre piensan en los que han muerto, de una manera u otra, eso seguirá siendo así. Nosotros dos… debemos vivir así. Y viviremos. Estaré bien, estoy seguro que ambos lo estaremos.
El teatro y lo no dicho, los silencios. Chéjov, el amor y las faltas. Belleza hecha cine.
El sonido de un avión que echa por tierra mi grabación de la lluvia. O la invade de urbanidad, más bien.
Amaina la tormenta. Da cierta pausa, en una ciudad no acostumbrada a tanta agua. Mejor así, para que el rancherío y la pobreza no se derrumben de las bardas y se lleve lo poco que tienen los que no tienen nada.
Palabras contra la hostilidad. Todavía.
(*) Las palabras no son jamás locas (a lo sumo son perversas), es la sintaxis la que es loca, Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso.
(**) Y todavía nada, en La oscuridad es otro sol, de Olga Orozco.