La tecla del punto se mueve inquieta en el teclado. No sé si es que pide a gritos una pausa. O que faltan pausas. Pero me mira. Nos estudiamos como dos jugadores de naipes que juegan sus últimas cartas. De redención o bancarrota.
La tecla del punto se mueve inquieta en el teclado. Algo quiere contarme. Y espero. Solo espero, como el viejo sentado en la vereda. Él habla por sus arrugas, la mirada mansa, las manos sobre el bastón, el perro a sus pies. Les sonrío al pasar y él devuelve el saludo, entornando los párpados.
El perro me ignora. “No me llevo bien con los perros”, pienso. Como tampoco me llevo bien con esta tecla, por lo menos hoy, emperrada en moverse, como si fuera a saltar sobre mí. Pero no salta. Solo se mueve. Y me desafía, se burla de mi silencio.
Las palabras retroceden. Se agazapan, evocan y callan donde duele, mientras la letra del punto se mueve inquieta en el teclado. Y no es que no haya motivos para escribir, solo que parecen resguardarse en un mutismo férreo, acaso otra manera de contar.