Etiqueta: La muerte del comendador
Al tiempo que ofrecíamos algo recibíamos algo
Recuerdos
Me acordé de pronto de la mano de mi hermana pequeña cuando entramos juntos en una de las cuevas del monte Fuji, y de cómo la agarraba fuertemente en la fría oscuridad. Me acordé de sus dedos pequeños, cálidos pero tremendamente fuertes. Entre nosotros había un evidente intercambio de vida. Al tiempo que ofrecíamos algo recibíamos algo. Era un tipo de intercambio que solo podía producirse en un tiempo y en un lugar limitados. Antes o después disminuiría y desaparecería, pero perduraría en la memoria. Los recuerdos podían reavivar el pasado, y el arte, de ser verdadero, podía sublimar esos recuerdos y ayudar a conservarlos para siempre, como había hecho Van Gogh al insuflar vida a un cartero anónimo de un lugar remoto.
El mundo de las metáforas
Ha bebido agua del río, ¿verdad? —Sí, no podía soportar la sed. —Eso está bien. Es un río que fluye entre la nada y el todo. Una buena metáfora consigue que aparezcan las posibilidades latentes que hay en todas las cosas. Es lo mismo que sucede con un buen poeta cuando crea escenas nuevas, distintas, en un paisaje conocido. Una buena metáfora puede convertirse en un buen poema, ni que decir tiene. Debe intentar no apartar sus ojos de ese nuevo paisaje.
Pintar – Arte
—…A propósito, ¿qué es eso que buscas?
—No sé cómo explicarlo, es algo que perdí en un momento determinado de mi vida y que desde entonces he estado buscando. Es lo que hacemos todos cuando queremos a alguien, ¿no?
—No sé si todos —dijo Masahiko con gesto grave—. Más bien me parece que le ocurre a poca gente, pero si no eres capaz de expresarlo con palabras, ¿por qué no lo plasmas en un cuadro? Al fin y al cabo eres pintor.
—Si no eres capaz de expresarlo con palabras, puedes pintarlo. Decirlo es fácil, pero llevarlo a la práctica no resulta tan sencillo.
—Pero al menos tienes el valor de intentarlo, ¿no?
—Tal vez el capitán Ahab debería haberse dedicado a perseguir sardinas.
Masahiko se rio.
—Desde el punto de vista de la seguridad, tal vez tengas razón, pero no es ahí donde nace el arte.
—¡Déjalo ya! En cuanto sale la palabra «arte» la conversación se termina.
—Creo que deberíamos beber más —dijo Masahiko.
Enseguida volvió a llenar los dos vasos.
—No puedo beber tanto —dije—. Mañana por la mañana trabajo.
—Mañana es mañana y hoy es hoy.
Sus palabras ejercieron sobre mí un extraño poder persuasivo.
(Murakami, Haruki, “La muerte del comendador”, Traducción del japonés de Fernando Cordobés y de Yoko Ogihara, Edición digital. Libro 2)
Anoche terminé el libro. Muy bueno. Para los lectores de Murakami, se roza con «Crónica del pájaro que da cuerda al mundo» y» Kafka en la orilla»: pérdidas, mundos paralelos, metáforas, desapariciones, a las que se le suman reflexiones sobre el arte y la pintura. No faltan las citas musicales y sí los gatos, extrañamente.
Habrá reseña.
Ligero desgarro
Fui a buscar la linterna. Él salió de la casa para ir a por otra que. tenía en el coche. Subimos los siete peldaños de la escalera y nos adentramos en el bosque. No había tanta claridad como la primera noche, pero el reflejo de la luna otoñal aún alcanzaba para ver por dónde pisábamos. Dejamos el templete atrás y nos abrimos paso entre las hierbas para llegar hasta el túmulo de piedras. No había ninguna duda. El enigmático sonido salía de entre los huecos de la piedra. Menshiki caminó despacio alrededor del montículo. Observó atentamente los huecos bajo la luz de la linterna. No se veía nada especial, tan solo piedras cubiertas de musgo y amontonadas en desorden. Miré su cara. Bajo la luz de la luna, parecía una máscara antigua. Me pregunté si él también me veía del mismo modo. —¿Los otros días también salía de aquí? —me preguntó en un susurro. —Sí, exactamente en este lugar. —Es como si alguien lo hiciera sonar debajo de las piedras. Asentí. Me tranquilizaba comprobar que no estaba loco. Lo que hasta ese momento podían ser solo imaginaciones mías se transformó gracias a las palabras de Menshiki en algo real, concreto. Por tanto, no me quedaba más remedio que admitir que en las costuras de la realidad debía de haberse producido un ligero desgarro.
—Digamos —continuó Menshiki— que sucede algo parecido a esos terremotos con el epicentro en las profundidades del océano. Se produce un enorme cambio en un mundo invisible, en un lugar adonde no llega la luz del sol, es decir, en el terreno de la inconsciencia. Sin embargo, todo ello termina por transmitirse a la superficie de la tierra y produce una reacción en cadena cuyo resultado sí tiene una forma visible. No soy artista, pero puedo entender más o menos el origen de esos procesos porque, en el caso de los negocios, las buenas ideas nacen de un modo parecido. La mayor parte de las veces se trata de ideas que brotan sin más de la oscuridad.
Siempre me había gustado contemplar, por la mañana temprano, un lienzo en blanco, donde aún no había nada pintado. A ese acto lo llamaba el momento zen del lienzo: no había nada, pero eso no quería decir que estuviera vacío. En la superficie completamente blanca se escondía algo por venir. Al aguzar la vista veía muchas posibilidades que en algún momento se concretarían en algo. Era un momento que siempre me había gustado: el momento en que lo que es real y lo que no lo es se confunden.
—Hay cosas que es mejor dejar como están, entre las sombras. El conocimiento no siempre enriquece y la objetividad no siempre es mejor que la subjetividad. De igual modo, la realidad no siempre apaga la ilusión.