La música en la estación

Caminaba la ciudad de noche, con el disco que en reproducción continua. Recorría la Avenida Spinetto de madrugada, rumbo a casa, bajo el frío del invierno y mientras la ciudad dormía.

Eran tiempos parecidos a estos, con la diferencia que había cierta estabilidad económica. Pero se repetían la hipocresía y las mentiras, el cinismo, las complicidades, crecían los silencios y los despojados que el neoliberalismo dejaba en las calles.
“Sur” era la poesía hecha cine y Piazzolla la revelación. “No ves que vivo en un país, que está de olvido, siempre gris”, cantaba Goyeneche.
Mi primer trabajo registrado, en horario nocturno, con francos semanales. Uno, en realidad. La extrañeza de trabajar los fines de semana primero, la costumbre después.
Cuando pude me compré un equipo de música, “La mosca y la sopa”, en CD. “Pasó de moda el Golfo, como todo, ¿viste vos? como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás”. Y “El amor después del amor”, recién salido del horno.
Caminar la ciudad fue siempre una costumbre. Y de una u otra manera terminaba en la estación de tren, abandonada, la que mira a las salas necrológicas, te regalo la metáfora. Podía pasarme un buen rato mirando los durmientes cubiertos de yuyos, esperando algo que no llegaba, acompañado de la falta y con la música para mantener a raya al pesimismo.
Pasaron los años, la estación es un espacio más agradable y la música me sigue acompañando, aunque quizás debiera renovar algunos discos. Piazzolla no, por supuesto.

Palabras cansadas

Las palabras están cansadas. Agotadas de que las nombren en vano, hartas de la hipocresía, los ninguneos y los ninguneados.

No hay tregua que sacie la voracidad de lo real. El asco de las mentiras que se repiten hasta el hartazgo por (casi) todos los canales de tevé, la escalada de una violencia verbal y gestual que parece no tener techo.
Me dijeron que el futuro se labraba/y yo por mucho que miro/sólo encuentro temor/y ningún motivo/para seguir contando mis pasos.
Buena síntesis de Loreto Sesma. La poesía y el blog como refugio. Para mi sorpresa todavía existen algunos y veo a varios y varias refugiarse allí.
“Alivio contra la ferocidad” está casi listo. Textos urgentes que se fueron buscando, apiñando entre ellos en un corpus que esperan por una última revisión.
Carlos Busqued (impresionante obra “Bajo un sol tremendo”) dice en un tuit que si alguien regala un libro es porque no valora lo que escribe. No acuerdo, pero me quedo pensando en ello.
Sábado. Las palabras siguen cansadas y el mate se enfrió. No había salido bueno tampoco. Habrá que ensillarlo, como también consolidar la tregua con lo real. Por lo menos por un rato, hacer las paces, tender puentes, trabajar en ese prólogo que se niega. Espantar los ruidos para oír las voces.

Diario desatendido

Y todo empezó con un correo electrónico, sobre confirmación para “seguir recibiendo notificaciones cuando se publiquen nuevos comentarios en el blog Con letra propia”.


De ahí a reflotar el espacio, la decisión que fue tomando forma. Fue mi primer refugio, allá a fines del 2009. Lugar donde conocí a personas que escriben. Algunas lo siguen haciendo. Otras no. Antes de que Facebook se lo comiera todo. Habría que hacer un espacio virtual para los blogs olvidados, una suerte de cementerio virtual.

En lo personal, estamos de nuevo. Con el primer amor. El único canal de comunicación, una suerte de diario desatendido, de notas contra la hipocresía de los tiempos actuales.

En este sentido “Alivio contra la ferocidad”, va tomando forma. Textos urgentes que trabajo sin prisas y con pausas, tan diferentes al sueño de anoche, donde el relato fluía entre los dedos, se escurría entre el teclado y avanzaba imparable a una resolución.

En la realidad, la página en blanco se muere de risa mientras retengo la respiración y las palabras pugnan por salir.

Alguien golpea las manos. No es buen tiempo para vender autos, pero lo escucho. “El precio de la cuota lo ponés vos”, dice. Acepto la publicidad. “Gracias por escucharme”, agradece a modo de despedida.

El aroma de las remolachas hervidas y el zapallo inundan la casa y se mezclan con la confusión de la página que sigue en blanco, obvio.

No puedo recordar el sueño, pero la sensación de que el texto fluía sigue presente. Y me aferro a ella mientras las primeras gotas mojan el patio y la gata duerme en el sillón. Ronca. Mi envidia absoluta.