¿Qué es lo que más quiere usted en el mundo? ¿Qué ama, o qué detesta?
Busque un personaje como usted que quiera algo o no quiera algo con toda el alma. Dele instrucciones de carrera. Suelte el disparo. Luego sígalo tan rápido como pueda. Llevado por su gran amor o su odio, el personaje lo precipitará hasta el final de la historia. La garra y el entusiasmo de esa necesidad —y tanto en el amor como en el odio hay garra—, encenderán el paisaje y elevarán diez grados la temperatura de su máquina de escribir.
Todo esto se dirige sobre todo al escritor que ya ha aprendido su oficio; es decir, que ha asimilado suficientes útiles gramaticales y conocimiento literario como para no tropezar cuando quiere correr. Pero el consejo también conviene al principiante, aunque por razones puramente técnicas tenga que andar con paso inseguro. Incluso aquí la pasión suele salvar la jornada.
La historia de cada cuento, entonces, debería leerse casi como un informe meteorológico: Caluroso hoy, refrescando mañana. Hoy por la tarde incendie usted la casa. Mañana vierta fría agua crítica sobre las brasas ardientes. Para cortar y reescribir ya habrá tiempo mañana. Hoy, ¡estalle, hágase pedazos, desintégrese! Las otras seis o siete versiones serán toda una tortura. ¿Por qué no disfrutar pues de la primera, con la esperanza de que su gozo busque y encuentre en el mundo otros que al leer su cuento también se incendien?
No tiene por qué ser un gran incendio. Un fuego pequeño, acaso la llama de una vela; el anhelo de un prodigio mecánico como un tranvía o un prodigio animal como un par de zapatillas corriendo a lo conejo por la hierba de la madrugada. Fíjese en los pequeños encantos, encuentre y modele las pequeñas amarguras. Saboréelos en la boca, pruébelos en la máquina. ¿Cuánto hace que no lee un libro de poesía o se toma una tarde para uno o dos ensayos? ¿Ha leído alguna vez un número de Geriatrics, publicación oficial de la Sociedad Geriátrica Americana, una revista dedicada «a la investigación y el estudio clínico de las enfermedades y procesos de la tercera edad»? ¿Ha visto siquiera algún ejemplar de What’s New, una revista publicada en el norte de Chicago por los laboratorios Abbot, y que contiene artículos como «El Tubocurarene para cesáreas» o «El Fenurone en la epilepsia», pero que también incluye poemas de William Carlos Williams y Archibald Macleish, cuentos de Clifton Fadiman y Leo Rosten e ilustraciones de John Groth, Aaron Bohrod, William Sharp y Russell Cowles? ¿Absurdo? Tal vez. Pero hay ideas en cualquier lugar, como manzanas caídas deshaciéndose en la hierba por falta de caminantes con ojo y lengua para la belleza, sea absurda, horrorosa o refinada.
Gerard Manley Hopkins lo dijo así:
Gloria a Dios por las cosas variopintas…
por los cielos bicolores como vacas pías;
por el lunar rosado en la pecosa trucha esquiva;
las ascuas en la hoja del castaño; el ala del pinzón;
el paisaje parcelado y dividido: redil, barbecho y aradío;
por todos los oficios, aparejos, pertrechos y accesorios.
Por todo lo adverso, original, sobrio, extraño;
lo voluble, lo moteado (¿quién sabe cómo?);
lo rápido, lo lento; lo dulce, lo agrio; lo tenue, lo brillante;
Él engendra y protege una belleza inmutable:
alabadlo.
Thomas Wolfe se tragó el mundo y vomitó lava. Dickens comió cada hora de su vida en una mesa diferente. Moliere, para degustar la sociedad, empuñó un escalpelo, como hicieron Pope y Shaw. Adonde se mire en el cosmos literario, todos los grandes están atareados en amar y odiar. ¿Ha abandonado usted esta ocupación básica por obsoleta para su escritura? Entonces se pierde una buena diversión. La diversión de la ira y el desencanto, de amar y ser amado, de conmover y ser conmovido por este baile de máscaras en el que giramos desde la cuna hasta el cementerio. La vida es corta, la desdicha segura, la muerte cierta. Pero entretanto, en su trabajo, ¿por qué no transportar esas hinchadas vejigas con las etiquetas de Garra y Entusiasmo? Con ellas, en viaje hacia la tumba, yo me propongo azotar a un espantajo, acariciar el peinado de una linda chica y saludar a un muchacho subido a un caqui.
Si alguien se me quiere unir, en el Ejército de Coxie hay lugar de sobra.
(Ray Bradbury, fragmento, “La dicha de escribir”, en “Zen en el arte de escribir”, edición electrónica).
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