Reviso unos borradores. Hay uno al que le tengo más fe. Pero no sé su comienzo. Y lo necesito para no continuar con la escritura fragmentaria, un anclaje que ordene o —al menos aparente— encausar el desorden de palabras que llegan a cuentagotas.
Mientras tanto leo. Siempre leo. Poesía y narrativa. La ilusión de que la lectura puede contagiar la escritura.
«Suena Grieg en el aire, la tenue onda de La mañana. Me gusta la música de los nórdicos. He llegado a saber de música clásica por procuración. Lo tomo como un signo propicio: la mañana, sale el sol, la luz se levanta, todo promete. Nada promete nada: no sé para dónde ir ni por dónde empezar. En la carpeta bordó encuentro impresos capítulos que no recordaba haber escrito, abrochados uno detrás de otro. El orden real, el orden en el tiempo, o eso me parece, era distinto: las cosas que cuento ocurrieron en otra secuencia, me parece. Todo está mezclado, como en las conversaciones con Clara, donde los temas aparecen de golpe, sin anunciarse, por contigüidad o porque sí. Cantidad de escenas inconexas, unas páginas manuscritas, con un doblez amarillento, que resulta ser lo que me contó Aurora de sus padres: un lío de papeles que me abruma. Me quedo mirando el desparramo de hojas: ¿cómo organizar lo escrito y unirlo a lo que voy rescatando? ¿Cuál es el comienzo de todo? La vida es impredecible, desordenada, simultánea, me digo, como buscando una excusa para el desorden. ¿Y qué es la memoria sino superposición, olvidos, huecos donde se encadenan sin lógica imágenes dispares y entran palabras dichas en otro tiempo, palabras propias y palabras ajenas? Muy cierto, pero en los libros, en las novelas, si es que ésta va a ser una, debe haber un orden, y en lo que intento tal vez sea un orden que aparente el desorden. O un desorden aparente, que oculte un orden. Me distraigo. La música ha cambiado drásticamente, ahora A. está escuchando tangos, a Goyeneche. Dejo la máquina y camino los quince pasos que me separan de su escritorio. Golpeo la puerta abierta, y me asomo
—¿Estás ocupado?
Levanta la cabeza detrás del monitor y me mira. Suena su favorito, “Garúa”, y se larga a cantar a dúo: Garúa, solo y triste por la acera va mi corazón transido con tristeza de taperaa…
Me siento en su sillón de leer y, de repente, me viene a la cabeza:
—¿Te acordás la primera vez que salimos a comer y me invitaste a ir a ver a Rivero?
—Ni sabías que existía El Viejo Almacén, y yo creí que me anotaba un poroto. Eras puro Beatles. ¿Se te ofrece algo?
—No sé… —empiezo, dudando—. La famosa carpeta no tiene ningún orden. Las charlas de estos jueves con Clara siguen destapando cosas, detalles que quiero retener y se me cruzan con lo que ya tengo escrito…
Me mira por arriba de la pantalla y de los anteojos. Sé lo que me va a decir.
—En una carta, Rilke le pregunta a Rodin: “Maestro, ¿cómo hay que vivir la vida?”. Respuesta de Rodin: “Trabajando”.».
Lo miro. Rodin, El pensador en la Plaza Congreso; me cae en la cabeza Ma mère. Pego un salto.
Vuelvo a mi escritorio. La mente clara como un día de verano luego de un revuelo mental prodigioso que, en microsegundos, sacudió árboles, tiró bancos de plaza y desordenó todo. Se abrió la luz: mi encuentro con Clara en el Museo. Así debe empezar: Clara, sentada en la última hilera de la clase, tal como la vi. Qué alivio me produce el descubrimiento. Tener un comienzo es tener algo sumamente importante.
Decido dejar los capítulos o fragmentos sin orden cronológico, tal como los encontré abrochados. Que vayan así, llevados y traídos por el tiempo que sopla, me digo muy inspirada, como la repetida pero eficaz imagen del viento sobre las hojas secas: revolviéndolas, confundiéndolas, muchas veces destruyéndolas.».
Sylvia Iparraguirre en su maravillosa novela «Antes que desaparezca». Texto que también desliza las dificultades de escribir, la memoria, como recordamos. O no.
«Trabajando», lanza Abelardo a Sylvia.
Vuelvo a mi borrador. Lo que leo, mejor de lo que pensaba. No sé dónde comienza mi texto. Pero es promisorio.