Se escribe lo que se adeuda. Quizás aplicaría un signo de interrogación. Tirar de un hilo para pispear, o no, un camino, una travesía en donde el naufragio está presente, como casi siempre.
Escribir para no mirar de reojo el abismo que amenaza con avecinarse.
Y también leer. El reciente descubrimiento de La clase de griego, de Han Kang. Cuando salía del colegio, iba a una biblioteca pública y se ponía a hojear libros que no eran de estudio; y por las noches, se quedaba dormida leyendo debajo de las sábanas los que había sacado prestados. Solo ella sabía que su existencia se dividía radicalmente en dos. Las palabras que anotaba en las últimas páginas de su diario cobraban vida y se unían por sí solas creando oraciones insólitas. Por las noches, el lenguaje penetraba en sus sueños como un punzón, provocando que se despertara sobresaltada. El no poder dormir le ponía los nervios de punta y a veces un dolor inexplicable le atenazaba la boca del estómago como un hierro candente.
Lo que más le costaba soportar era que podía oír con una claridad escalofriante las palabras que pronunciaba cada vez que abría lo baca. Por muy insignificante que fuera la frase, dejaba traslucir, con la fría claridad de un trozo de hielo, la perfección y la imperfección, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad.(*)
Espacio de lectura como instancia privada, de recogimiento y confesión; y también pública, de lectura cómplice y en común, de textos que alivian. Para qué se escribe si no.
Casi en línea con Kang, la escritora Ursula K. Le Guin, en Calle del Orco: Durante un par de horas, hasta el cierre, a las nueve. Zambullirme en el océano de palabras, vagar por los anchos campos de la mente, escalar las montañas de la imaginación. Eso era la libertad, la felicidad, como para la chiquilla de la biblioteca Carnegie o la alumna en la Widener. Y sigue siéndolo. Esa felicidad no debe venderse. No debe «privatizarse», convertirse en un privilegio más de los privilegiados. Una biblioteca pública es un fondo público. Y con esa libertad no debe transigirse. Debe estar disponible para todos los que la necesiten, es decir todos, cuando la necesiten, es decir siempre.
Si de bibliotecas hablamos, horas perdidas en la Unco, en Neuquén, documentándome para la escritura de La tierra plana. Crónicas militares, Prado y su Guerra al malón, algo de Calfucurá, el redescubrimiento de Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio v. Mansilla.
Un poquito más atrás, la biblioteca de la Cámara de Diputados, en Santa Rosa, el mote de Salgari, por leer y releer todos sus libros.
La lectura como espacio donde ser, aunque desconfíe de este último término, territorio ineludible contra la ignorancia y el neofascismo en ascenso.
Un mate que se enfría y que es necesario ensillar de nuevo, la pausa tácita para volver a abrir un libro.
(*) Kang, Han, La clase de griego, edición digital.