He pensado en la desesperanza, en la forma en que se aloja dentro de uno. Al principio no te das cuenta, crece desde el pie, como la canción de Zitarrosa. Pero en sentido contrario, para limar su contracara, despojarte de las fuerzas necesarias para continuar.
¿Continuar adónde? El afuera daña. Y cada vez con más fuerza. Al principio solo fueron piedras, luego se transformó en una andanada. Intifada de la desesperanza.
Alguien pide un café. De algún modo terminé en el bar frente a la Universidad. Abrí la libreta y aquí estamos. Extraño lugar para escribir, por lo menos para mí.
Los canales reproducen el caos en el tránsito, banderas que cortan las calles, los encapuchados, no las necesidades. Quedarse en lo aparente. «Dilucidar conlleva un esfuerzo mayor y la vida diaria no te deja. No es fácil, ahí entramos los militantes», decía el Negro. Otro bar, otros tiempos, también la Universidad, pero de La Plata.
Se lo extraña. No sé qué pensaría de mi novela terminada, la que cuenta su vida y la revolución que no fue.
Intifada de la desesperanza. El hilo para escribir algo. Un pequeño tirón. ¿Discurso que le conviene a los dueños de la muralla? Por supuesto. Cada vez hay más murallas. Más miedo al diferente. Televisión y discursos xenófobos. No falla nunca.
En estos días releí el borrador, luego de un tiempo de silencio y la trapera tentación para desechar lo escrito. No puedo dejar de pensar en Sergio y Marina. Jóvenes que siguen poniendo el cuerpo y los muertos. Desde siempre.
¿Puede uno posarse en la desesperanza para modificar algo? O es solo un colchón más, un cazabobos, la zancadilla de la modorra y la indiferencia. La desesperanza aplasta, nos arrincona mientras recibimos los golpes: a la cara, al hígado, a la boca del estómago, bajo el esternón, donde se alojan los silencios, lo no dicho, lo que nos corroerá hasta la muerte. O nos matará antes si el cuerpo no aguanta.
«Esta desesperanza que no se quita», leí. Pintado con una brocha negra en la barriada de Sergio y Marina, donde las cloacas corren por las calles y los pibes hacen barquitos de papel, hasta que las madres se dan cuenta y los retan. Si es que tienen tiempo.
La trampa de una desesperanza que parece natural. «A nadie le toca esto». El Negro, otra charla en otra casa, bajo una foco de cuarenta y cinco voltios. Caras cansadas, changarines, albañiles y amas de casa. El mate y el pan casero que circulaba de mano en mano. Algunos asentimientos a pesar de la desconfianza, sorprendida por la arenga.
Intifada de la esperanza, donde todo es posible y las mujeres empujan a sus hombres a no caerse, a no darse el lujo de la botella, que hay mocosos y mocosas que alimentar. Porque de esa cloaca hay que salir. La lucha será de ellas. De las mismas que ahora cortan calles y reclaman por las mentiras de los funcionarios.
Aplastar la desesperanza, casi como proclama. Imprescindible. Para quitar este dolor en el pecho.
(Fragmento de «Lo que queda», novela próxima a editarse).
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Hermosamente real, aun que sea tan cruel
Gracias por leer y comentar, Heriberto. Abrazo