Caminaba abrumado por la noticia cuando levanté la vista y la vi, de pie, cerca de las vías del ferrocarril. Paseaba su perro, como todos los días.
Recorrí los metros que nos separaban y le sonreí, aminorando el paso hasta que quedamos frente a frente. Me miró con la profundidad terrosa de sus pupilas, acercó los dedos hasta sus labios y me sopló un beso, como cuando nos despedíamos en la puerta de su casa, aquel espacio con malvones y plantas recién regadas.
—No te preocupes, estoy bien —deslizó.
Sentí como la vista se nublaba y me invadía cierta bronca pero no dije nada.
—Dejate de joder, los que se quedan acá son los que necesitan consuelo —dijo con esa sonrisa.
Asentí y le apreté la mano, la de todas las arrugas del mundo.
—Dame un abrazo. Voy a estar cuidándote, ¿sabés?
—Lo sé —musité mientras nos convertíamos en uno. El nudo en la garganta se retiraba, ahuyentado por nuestro encuentro.
—Ahora andá, que te están esperando.
Le di un beso enorme en la frente y giré, sin volver la vista atrás. Recorrí las cuadras que me separaban de su velatorio con una inaudita sensación de sosiego. En la sala, una compungida parentela se agolpaba con el rostro tácito de las malas noticias.