No suelo promocionar mis libros. No me sale, no está en mí. Creo más en el trabajo silencioso, si es posible constante, premisa que cumplo a medias. Podría enumerar elogios en privado (tu libro ahora ya está en poder de un amigo, porque libros como estos no se quedan en las estanterías. Van en las mochilas, en las carteras, bien apretaditos contra el cuerpo, contra el pecho), me escribió (a propósito de “El porvenir es una ilusión”) un lector y creo que es un gran destino para lo que uno escribe, la circulación de mano en mano, del boca a boca.
También le temo a las poses o figuras de las y los escritores. A veces me gusta definirme como laburante de la palabra que —de paso— incluye a mi oficio diario de trabajador de prensa.
He perdido la urgencia de publicar, una etapa más en este oficio de escribir y lo único concreto es que leo y leo, comparto algunos textos y de tanto en tanto escribo, mientras demoro el cierre de una nueva novela, acaso con demasiadas voces dispersas.
Hoy me desperté y leí unas generosas palabras sobre “Series y Grietas”, obra editada por Colisión Libros y presentada en la Feria Internacional en Buenos Aires, allá por el 2015. De más está decir que agradezco profundamente el comentario.
Fui al libro y quizás porque la publicación se iniciaba con el calor, me acordé de “Santitos”.
Les dejo el cuento a continuación.
Santitos
El calor era agobiante y acentuaba mi desánimo. Crucé la calle polvorienta y toqué la puerta señalada. Cuatro golpes. Una, dos, tres veces, según la seña sugerida.
“A mí me ayudó”, había dicho el Roque y se empinaba la botella. —Queda la baba, ¿la querés?, —señaló mostrándome el resto de cerveza. Rechacé el convite, guardé la dirección en mi bolsillo y apoyé la cabeza en el paredón. La vecina de enfrente nos espiaba desde la ventana. Casi todo estaba en su lugar.
“La extraño”, le confesé y mi amigo me palmeó la espalda. “Andá a ver a la vieja, haceme caso. Te puede dar una mano; yo recuperé a la Negra gracias a ella. Y mirá que es brava la petisa, ¿eh?”. Lo cierto que ahí estaba. Parado frente a una puerta de chapa salpicada con estampitas de santos que no había visto nunca.
—¿Quién es? —dijo la voz apagada.
—Me envía el Roque —musité.
—¿Quién?
—El Roque. Dijo que usted me podía ayudar.
—¿A qué?
—Necesito recuperar a una mujer…
—¿Y qué hiciste? —escuché del otro lado de la puerta.
Miré la chapa oxidada. Parecida a la carta que me jugaba. —¿Me puede abrir, por favor?
—Ella no es de por aquí, ¿No?
—¿Cómo lo sabe?
—Porque sino el Roque no te hubiera mandado —oí que quitaba el pasador de la puerta y la chapa dio lugar a una vieja arrugadísima con el pelo hasta la cintura.
—Pasá, Ramiro.
—¿Cómo supo mi nombre?
No me contestó. Sólo se corrió a un costado, cediéndome el paso.
La habitación estaba en penumbras y me costó unos segundos habituarme a los sahumerios encendidos. Velas y una música coral decoraban el ambiente.
—Sentate —dijo y señaló una pequeña banqueta. Nos quedamos frente a frente. —¿Qué hiciste? No me contestaste la pregunta.
—No preguntarle su nombre, ni cómo ubicarla. No la puedo olvidar.
—¿Dónde la conociste?
—En lo del Kevin. Alta fiesta con el primer sueldo en la fábrica. ¿Lo conoce? Vive contra las bardas, ahí donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué.
—¿Dónde están las cruces?
—Sí. Esas. Las que crecen con el tiempo y nadie ve o quiere ver.
—Todos le huimos a la muerte.
—Pero esas muertes están hechas de balas y puñaladas, de enfrentamientos que nadie se cree y cuentas sin saldar, siempre perdemos los mismos, ¿sabe?
La vieja me miró. Creí percibir un brillo en sus ojos claros.
—Lo sé. Contame de la chica.
Miré el piso de cemento, cubierto de una pátina blanquecina.
—La verdad, estaba bastante aburrido hasta que la vi. Apareció en la puerta: musculosa blanca, piel morena. Si la lindura era posible, se encontraba ahí. ¿Los ojos? De un negro profundo y un andar que levantaba hasta los muertos. Se acercó y me saludó. Le pregunté quién era. No contestó. Solo sonrió y me tomó la mano. Nos fuimos afuera… el resto se lo imaginará.
—¿Qué pasó después?
—Volvimos por unos tragos. Entonces se inició la batahola y oímos las sirenas. Nos desbandamos y ella desapareció. La busco desde hace días, ya no sé qué hacer.
—¿Has pensado en la posibilidad de que no fuera de por acá?
—Eso ya lo sé. Recorrí toda la barriada y nunca la encontré.
—Justamente —dijo la vieja. —De más allá —agregó señalando hacia las cruces, donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué.
—No se burle. Además lo que dice no puede ser posible.
—¿Por qué no?
—Porque la sentí, estuvo conmigo.
—¿Y quién te dijo que no pueden sentir?
—Usted me está cargando, déjese de joder.
La vieja se levantó y desapareció por unos instantes. Volvió con un diario amarillento y una estampita.
—Mirá.
Vi la foto y palidecí. La noticia tenía varios meses, un siniestro de tránsito.
—No entiendo.
—No todo se entiende ni puede explicarse.
—¿Cómo sabía que era ella?
—Porque no sos el primero que viene.
—¿Atraparon al tipo? Acá no lo cuentan.
—No lo sé—Se puso de pie y dio por terminada la conversación.
—¿Sabe? No sé si creerle.
La vieja se dirigió a la puerta, me dio la estampita y me miró a los ojos. —Por el pasillo central, cuarta fila, a la derecha. La tercera cruz, por si te animás, tiene esta foto —dijo parada en el marco.
—¿Le debo algo por esto?
—Nada. Le gustan las calas, poné una en tu casa y rezá la oración que está aquí detrás —agregó señalando el papel.
—Yo no creo mucho…
—Pero necesitás seguir adelante —respondió y cerró la puerta.
Salí de allí. El cementerio se veía en la lejanía, contra la barda, donde se termina la ciudad y uno no sabe si comienza el desierto o qué. Recorrí las pocas cuadras que me separaban de él y compré las flores. Pero no me animé a entrar. Necesitaba llegar a casa y ponerlas en agua.
Gran cuento, Horacio. Y excelente entrada… sin voces dispersas.
Abrazo grande!!
muy bueno.
Te lo he dicho muchas veces: ¡qué maravilloso es leerte!
El cuento es fantástico. Me enganchó, de principio a fin, y quería seguir leyendo.
Tus libros deberían ser leídos por multitudes, por tu estilo y por tu sensibilidad.
Será una tontería, pero sentí orgullo al leer el comentario sobre ti y “Series y grietas”.
Un beso grande
Muy buen relato, Horacio. Me gustó que estuviera basado en los diálogos, algo nada sencillo.
Saludos.
Qué maravilla de cuento.
Engancha hasta el final.
Te felicito.
me ha encantado leerte abrazos desde Miami
Fantástico relato, te felicito.
Saludos.
Buenísimo Horacio! Me gustó mucho.
Me descargué Alivio contra la ferocidad.
Así que en cuanto pueda…
Besos.