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La pintada | Con letra propia

La pintada

La tarde agonizaba pero el ramo de flores resaltaba como un moreno caminando por un barrio de blancos en una novela de Faulkner. Vi mi cara en el reflejo: pelo desalineado, ojeras de insomnio y un leve rubor en las mejillas. Tomé coraje y toqué timbre.


La figura corpulenta de doña Clorinda apareció debajo del dintel ajado por los años.
—Buenas, ¿está Julieta?
Ella me miró, echó un vistazo a las flores y pareció no sorprenderse. Olía a nicotina y esmalte de uñas. También a fiereza y a obstinación de las que no bajan los brazos.
—Ya te la llamo —deslizó.
Sentí la transpiración en las manos. Pensé en huir y el mundo se me abalanzó cuando apareciste con el pelo recogido.
—Hola—dije señalando a mi espalda y te di el ramo.
—¿En serio?
Enmudecí. Hundiste tu nariz entre las fresias y supe que no había retorno. Tu madre nos espiaba desde la cocina.
—¿Tendremos su final?
—Ni en sueños —respondí.
Sonreíste. La misma sonrisa entre sorprendida y maravillada, la del beso.
—Vení, entrá —invitaste mientras pasabas de mano el ramo de flores y abrías la puerta.
—¿Y tu mamá?
—Confirmará sospechas, nada más.
Miré tu palma extendida y el brillo resuelto de tu mirada me convenció. A mi espalda, la pintada de «Romea y Julieta» nos espiaba desde sus letras negras.

Texto viejo, con leves correcciones. A diez años de la ley de matrimonio igualitario en Argentina.

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