Ordenaba unos papeles cuando se topó con la vieja libreta. La hojeó y recuperó apuntes, versos, trazos despatarrados.
En una de las páginas estaba su letra. Una lista intrascendente, trivial. Eso que dijiste (código secreto para los anticonceptivos) como prioridad.
Sonrió.
Trató de encasillarla en una fecha, un mes por lo menos. No pudo, pero sí adivinó en aquel trazo la fe de lo posible. Diez o doce artículos, ¿un signo de pregunta al final?
La recordó escribiendo en su cuaderno, acomodándose el pelo detrás de la oreja, la paciencia para hallar esa palabra que le diera estatura suficiente al poema.
—¿Seremos como el resto?
—Y ya estamos haciendo listas de compras —recordó.
Repuso las risas, preámbulo de la urgencia en un departamento con deudas y sábanas revueltas. Alegría. De eso se trataba, de leer en la cama o naufragar entre lunares.
La garra sobre la hoja y el maullido lo regresó al presente. Sí, ya sé, somos dos, le dijo a esa mirada de enormes pupilas negras envueltas en sepia.
Cerró la libreta. Recordó el juicio, la condena inédita a quien la atropelló. Aliviaba poco, acaso para investir de sentido lo que no tiene respuesta.
—Vamos por la leche, dale —susurró y se dejó proteger por el ronroneo.
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