Talita, pasajes y tablones tendidos

El tanque australiano

—¿Sabe quién fue Pincén?

—Ni la más remota idea.

—Un indio rebelde. Algunos dicen que murió en Martín García, donde los milicos llevaban a los prisioneros.

—¿Algunos dicen?

—Hay otras versiones. Hubo un militar que contó que le ayudó a escaparse y que el ladino se esfumó en la llanura. Por lo menos es lo que cuenta un pariente suyo que vive por acá. —Manuel calló y miró el tanque australiano. Se pasó una mano por la frente sudorosa y se la secó en la bombacha de campo. Le había alcanzado una jarra con agua, hielo y limón, luego de verlo trabajar desde temprano, cuando que se ofreciera a limpiarlo. «Con su hermano, lo hacíamos una vez por año», deslizó al pasar. Y supuse que era una forma de despedirse, seguir adelante.

—Siempre me gustó esa versión. Un atajo contra la muerte. Estuve muy obsesionado con ese hombre, ¿Sabía? Me recuerda a Chile, el cerco sobre Allende. ¿Le hablé alguna vez de Chile? —Negué hacia ambos lados. —Como Pincén, yo sabía que estábamos perdidos. El capitanejo lo supo cuando llegaron los Rémington. No había victoria posible ahí. Yo, meses antes del golpe de Estado. Y pergeñé la huida por la cordillera. Pero esa es otra historia.

Me miró desde sus ojos negros. Pensé en la biblioteca de mi hermano, los libros de Hudson y Casamiquela. Me imaginé a Ariel en charlas interminables con Manuel. ¿Qué unía a estos hombres para que terminaran siendo grandes amigos en el medio del desierto?

La idea de regresar a la ciudad parece cada vez más extraña. El campo y su abrigo, la barrera contra una pandemia implacable. Pero hay algo más. Siempre hay algo más. De algún modo, mi estancia en La linda es reencontrarme con mi hermano, un pasaje a complicidades olvidadas, tablones tendidos entre dos departamentos y la necesidad de atravesarlos para no caer al vacío, como Talita.

—Alguna vez me tendrá que contar de Chile.

—Cuando quiera, Irina. Puedo adelantarle que nadie se esperaba la victoria de Allende y que creíamos que el hombre nuevo había llegado para quedarse. Qué ingenuos.

Me devolvió la jarra vacía. —Ya casi está listo —sentenció y dio por terminada la charla.

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