“En este lugar vivimos, nacimos, crecimos y lentamente envejecimos. Cada familia tenía sus viejos asuntos banales. Cosas ya sabidas por todos, puro chusmerío. Por ejemplo, que en casa de tal la nuera y la suegra reñían sin parar, o que tal otro había divorciado y tal otro había cambiado de mujer, fulano tenía un comportamiento criticable, y el hijo de tal había hecho algo ilegal. Cuando estos asuntos se refieren a la familia de uno, se los cargaba sobre la espalda. Cuando se referían a otras familias, se los transmitía, se los conversaba, se suspiraba cuando faltaba un suspiro, cuando había que reír se reía, y eso era todo. Cada uno seguía ocupado en su propia vida.
Esta es una ciudad antigua, no recuerdo cuántos años de historia tiene. Ya en la época en la que Xiang Yu combatió contra Liu Bang, la ciudad existe. Ahora todavía existe. La manera en que la gente vivía en la época de Liu Bang es, más o menos, la misma en que la gente vive hoy. Aquí el tiempo siempre tuvo una forma lenta de pasar. Los años pasaban y las calles y callejones seguían estando ahí, pero al mirar para atrás de repente la gente había envejecido. O tal vez fuera al revés, tal vez las calles y callejones envejecían pero las personas continuaban vivas: al pasar distraídamente por la puerta de una casa podías ver a una mujer sentada pelando unas habas. Con la cesta de bambú sobre las rodillas, pelaba a toda velocidad, mientras que el piso se iba llenando de cáscaras. Un instante de silencio: tal vez se había cansado de pelar, o se había hecho daño en una uña. Levantaba la cabeza, sacudía la mano y la colocaba entre los labios. Luego mordisqueaba, suspirando. Sí, en ese suspiro volvían a vivir las personas que había sido. Todas ellas habitaban aún dentro del cuerpo de esa pequeña mujer, en sus movimientos al pelar las habas, levantando la cabeza y agitar la mano… Era el tiempo antiguo que regresaba.
O, por ejemplo, al pasar por un callejón veías, al atardecer, a unos ancianos sentados bajo un viejo algarrobo, hablando de bueyes perdidos, de antiguos principios. Entre ellos, un anciano de unos ochenta años hablaba sin parar. De repente, levantaba la cabeza, se rascaba la nuca y decía: caray, una oruga. Tantos años habían pasado, y nuestra pequeña ciudad aún conservaba ese aspecto inocente: ese callejón, los viejos, el habla local, el perfume de las flores del algarrobo al atardecer. Había una sensación de tradiciones antiguas”.
(De “La mujer de Zheng el mayor”, de Wei Wei, en “Después de Mao”, Narrativa china actual, compilado por Miguel Ángel Petrecca, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 215).
Relatos de tiempos demorados, donde lo milenario convive con el desarrollo industrial, por lo menos en los primeros textos. Poblados pequeños, con fronteras imprecisas y escenas que transcurren alrededor de una mesa, en bares o espacios reducidos.
Grata sorpresa.