Sus pasos profanaron la tranquilidad de los fantasmas si es que todavía quedaba alguno. Dejó el bolso en una de las sillas y espantó una fina capa de polvo. La llave de luz está en el pasillo, recordó.
Un pájaro pasó ante el sol y produjo un parpadeo extraño. ¿Le pareció o el ambiente tenía su olor? Intentó en no pensar en los días finales, aunque él estaba convencido que La Elisa, como le decían en la villa, había empezado a irse con los gritos de los secuestradores y la vajilla rota mientras él se agarraba a la pollera de su madre. Siguieron vivos gracias al cura y la solidaridad de algunos vecinos.
Ella decidió escapar y el interior del país pareció una buena idea. Continuó la docencia en otra ciudad y un día imaginó esta casa en las afueras. Pasaron años y la enseñanza se realimentó con caballetes, tablas y platos de comida, porque si algo no había cambiado eran las mentiras de campaña, la hipocresía y el hambre recurrente.
Construir desde lo colectivo, contraponerlo a lo individual, eso decía tu papá, pregonaba ella. Ernesto creció en una llanura con sus malones ocultos y las hojas del viento oscilando por las noches. A nadie le extrañó que no se fuera de su lado y que el comedor mudara en biblioteca, creciera con talleres. Saciar el hambre no es solo dar un plato de comida, señalaba Elisa.
Un día nació el libro de poemas colectivos. De edición artesanal ponía en palabras sueños apiñados. Por supuesto que la idea había sido de ella. ¿Le parece doña?, ¿Qué vamos a contar nosotros?
Elisa tuvo un nuevo compañero y el mundo tenía un sentido hasta que se le declaró la enfermedad. Una palabra. Maldita. Lapidaria. Con esto -y señaló el comedor- hacé lo que quieras, pero al Braulio no me lo dejes solo. Es un buen hombre, le pidió. Ambos le prometieron continuar con su trabajo pero el dolor pudo más y se mudaron al centro.
La casa se llenó de polvo y los recuerdos se amañaron en los rincones. Estaba a punto de liquidar todo cuando se topó con las fotos de la presentación del libro. Música y baile en la barriada. Recorrió algunas caras. Desconocidas y radiantes, ese brillo en las pupilas. Lo reconoció de inmediato. Mañana voy a la casa, le dijo a Braulio. El viejo no dijo nada y chupó otro mate.
Ya en el interior, se preguntó si había sido una buena idea. Vio la escalera. Libros en los escalones, apoyados en los listones que sostenían la baranda. Reconoció el diccionario de sinónimos, un Manual de Usos y Costumbres del Español y el ejemplar de poemas colectivos. La semilla plantada ante un mundo egoísta. Oyó unos pasos y vio la cara de Braulio. Levantó la térmica y supo que estaban de regreso.
Libros en los escalones
La casa estaba cubierta de pastos altos y el silencio era interrumpido por chajás, grillos y gorriones. Ernesto miró la llave y se preguntó si debía entrar. ¿Qué vas a hacer ahí? Necesito volver, fue la respuesta. La cerradura cedió.
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