Patria

Imagen de Kerstin Mende-Stief en Pixabay

Lentes sin soportes
apuntes dispersos,
un libro a medio leer
sobre el teclado lleno de polvo

agonía de domingo
la fe en (algunas) personas
el verano y sus relámpagos
de melancolía

truenan saqueadores
en playas impolutas
como si el blanco
ocultase su hipocresía

otra Patria
atiende a los invisibles
desnuda opulencias
egoísmos, mentiras

ardua tarea la de
batallar contra un sentido
que cercena derechos
y normaliza diferencias

tender una mano
compromiso ineludible
para convertir la desesperanza
en posibilidad.

Primavera en un solo acto

Primavera en un solo acto

Estaba pintando la pared de la casa, situada a orillas del río Limay. De aguas muy claras y profundos; como hay pocos. La costanera angosta y sinuosa llegaba hasta la toma de viviendas precarias, vestidas de octubre gris. Apenas unas flores de retama iban comenzando a adornar los techos. Los álamos, erguidos, marcaban territorio.
El terreno estaba cercado. Era árido, con tierra suelta y arenosa. El viento insaciable le traía pimpollos rojos y le robaba semillas que se iban perdiendo en las costas. Batallaba contra la meseta, solitaria y poderosa. Allí el sol se ponía muy tarde. Se le habían quemado las manos cuando levantó la tapa del tanque de agua. Y el último invierno lo había pasado sin salamandra.

Cuando los sauces comenzaron a verdear, ella decidió irse. Él la alcanzó a ver entre los que lloraban más que nunca, mientras subía a la balsa. Sólo le dejó una nota que decía que no quería luchar como Don Quijote.  En octubre, los frutales enquistados en el valle,  seguían siendo víctimas de las heladas matinales. Un manzano muy bajo iba echando al mundo sus primeros hijos y un ciruelo gigante imponía su carácter. Se acordaba de Lina y de Roberto y de Lucho y Marina, luego del festejo de la bajada en canoa. Era celeste, medio despintada, de madera blanda y noble.
El día del ciclón, alguien que pasaba por ahí le preguntó si seguía con la idea de quedarse. Él, sin responderle, juntó los restos de unas flores castigadas y se las regaló. Luego entró a la casa; se acercó a la salamandra y avivó el fuego. Se fue a dormir temprano. Al día siguiente iba a arreglar el cerco de las rosas.

El cuento integra el libro “Vertiginosamente”, de Beatriz Mezzelani, de Neuquén capital, “un registro de elecciones sucesivas a través del tiempo; ése que nos suele jugar malas pasadas”, se manifiesta en la contratapa.

Con textos anclados en lo real y otros fantásticos donde lo extraño irrumpe en lo cotidiano, Beatriz propone un viaje vertiginoso. Primavera en un solo acto, De viajes y refugios, Benito Gómez, La sala “A”, El túnel, Desatino, Fotofobia, o Las luces y las estaciones, donde un tren avanza alocadamente y no se detiene en ninguna estación, forman parte de una travesía recomendable.

Acerca de la autora
Beatriz Mezzelani nació en Neuquén capital.
Ha publicado en antologías de la región y CABA. Por sus cuentos ha sido premiada en dos oportunidades. Algunos de ellos se han publicado en revistas on line y sitios web. Varios de sus textos breves fueron seleccionados para participar en la categoría de Escritora lectora en el Congreso Internacional de Minificción, realizado en la Universidad Nacional del Comahue en 2016.
Actualmente trabaja en la producción de una obra sobre su ciudad natal.

Aproximaciones al mar V

Fue un despertar cálido, una cercanía que se fue esfumando con el correr de los minutos.
Últimamente regresás en sueños, pliegues y arrugas de un lecho desordenado y vacío.

¿Había olas, arena, estrellas mironas, tus hombros sin breteles?. No estoy seguro. Sí que fue un verano inolvidable, a pesar de mi resistencia al mar.
De los días felices quedó tu olor salino, las caminatas por la playa, las carcajadas. También los silencios de penas que no contabas, miradas a las que debí prestar atención.
Por ahora no pienso regresar. Para qué, si ahí no hay nada.
Aquí adivino las montañas, el lago, el espacio al que huí para que las olas no trajeran tu nombre.
Puedo decir que todavía respiro, trabajo. Hasta voy al cine. Me pregunto si vivo.
Clarea y la luz despeja la insensatez de acompañarte.

Aproximaciones al mar III, aquí y  IV, acá

El tiempo antiguo que regresaba

“En este lugar vivimos, nacimos, crecimos y lentamente envejecimos.  Cada familia tenía sus viejos asuntos banales.  Cosas ya sabidas por todos, puro chusmerío.  Por ejemplo, que en casa de tal la nuera y la suegra reñían sin parar, o que tal otro había divorciado y tal otro había cambiado de mujer, fulano tenía un comportamiento criticable, y el hijo de tal había hecho algo ilegal.  Cuando estos asuntos se refieren a la familia de uno, se los cargaba sobre la espalda.  Cuando se referían a otras familias, se los transmitía, se los conversaba, se suspiraba cuando faltaba un suspiro, cuando había que reír se reía, y eso era todo.  Cada uno seguía ocupado en su propia vida.
Esta es una ciudad antigua, no recuerdo cuántos años de historia tiene.  Ya en la época en la que Xiang Yu combatió contra Liu Bang, la ciudad existe.  Ahora todavía existe.  La manera en que la gente vivía en la época de Liu Bang es, más o menos, la misma en que la gente vive hoy.  Aquí el tiempo siempre tuvo una forma lenta de pasar.  Los años pasaban y las calles y callejones seguían estando ahí, pero al mirar para atrás de repente la gente había envejecido. O tal vez fuera al revés, tal vez las calles y callejones envejecían pero las personas continuaban vivas: al pasar distraídamente por la puerta de una casa podías ver a una mujer  sentada pelando unas habas.  Con la cesta de bambú sobre las rodillas, pelaba a toda velocidad, mientras que el piso se iba llenando de cáscaras.  Un instante de silencio: tal vez se había cansado de pelar, o se había hecho daño en una uña.  Levantaba la cabeza, sacudía la mano y la colocaba entre los labios.  Luego mordisqueaba, suspirando.  Sí, en ese suspiro volvían a vivir las personas que había sido.  Todas ellas habitaban aún dentro del cuerpo de esa pequeña mujer, en sus movimientos al pelar las habas, levantando la cabeza y agitar la mano… Era el tiempo antiguo que regresaba.
 O, por ejemplo, al pasar por un callejón veías, al atardecer, a unos ancianos sentados bajo un viejo algarrobo, hablando de bueyes perdidos, de antiguos principios.  Entre ellos, un anciano de unos ochenta años hablaba sin parar.  De repente, levantaba la cabeza, se rascaba la nuca y decía: caray, una oruga.  Tantos años habían pasado, y nuestra pequeña ciudad aún conservaba ese aspecto inocente: ese callejón, los viejos, el habla local, el perfume de las flores del algarrobo al atardecer.  Había una sensación de tradiciones antiguas”.
(De “La mujer de Zheng el mayor”, de Wei Wei, en “Después de Mao”, Narrativa china actual, compilado por Miguel Ángel Petrecca, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 215).
Relatos de tiempos demorados, donde lo milenario convive con el desarrollo industrial, por lo menos en los primeros textos. Poblados pequeños, con fronteras imprecisas y escenas que transcurren alrededor de una mesa, en bares o espacios reducidos. 

Grata sorpresa.

Electricidad de lo real

¿Regresarán alguna vez?

¿O seguirán en retirada, en prudente silencio?

Aquí se las espera.

Mientras tanto, se lee: «CUIDADOS PALIATIVOS: NUNCA ES DEMASIADO PRONTO PARA LLAMAR, decía un cartel junto a una cafetería en lo que constituía el centro comercial de la localidad. Junto a ella una señal de tráfico decía: ATENCIÓN: FIN DE LA VÍA. El surrealismo no podía inventarse. Era la auténtica electricidad de lo real» (1).

A la espera de las palabras.

(1) Del cuento «Alas», de Lorrie Moore, en «Gracias por la compañía», edición digital.

La cofradía de los nadies

Silba cada vez que las pelotas suben al cielo y caen en forma de malabares. A veces cambia de esquina, repasa rutinas, inventa otras. Las tres o cuatro esferas de plástico se niegan a tocar el suelo y acompañan su habilidad.

La indiferencia lacera. La contrarresta con trabajo, piruetas y una nariz de payaso.
Lo acompaña una mujer vieja abrazada a un termo roto y un mate. De vez en cuando lo aplaude y él agradece con una reverencia.
La cofradía de los nadies, el desafío al tráfico y los bocinazos.

Imagen de Charles Jennings en Pixabay

Espectros

Ellos estaban ahí. Los veía a veces, cuando prestaba atención. Iban en silencio, con sus ropas gastadas y rostros diferentes. Muchos eran pálidos como la luna. Fríos. Detenidos en una época que no era la suya y que no les tenía compasión. Otros todavía conservaban algún brillo en la mirada, como si mantuvieran la esperanza.
 A veces pienso que era el único que los veía. De reojo. No es agradable mirar a un fantasma de frente. Uno se queda mudo, sin palabras. Y sin palabras no hay respuestas. Sólo gestos atónitos. Cuando me los cruzaba en la calle y me cortaban el paso, se corrían como buenos espectros. Muchos caminaban encorvados, acaso sin comprender el azar caprichoso que los había depositado entre dos mundos sin pertenecer a ninguno, olvidados por los vivos e indiferentes a los muertos.
Solo sé que me daban miedo. Miedo a ser como ellos. Aparecían en la madrugada o con las primeras luces del día. Arrastraban los pies con el sonido triste de los condenados y se mezclaban entre nosotros, taciturnos, con sus rostros de piedra, congelados en el recuerdo de tiempos mejores.
¿Será aquí?
Sí. No hay dudas, la fila es inmensa, como todos los días. Releo el aviso y doblo el diario bajo mi brazo. Una vidriera luminosa devuelve mi figura fantasmal, la de un desocupado más.
(Texto viejo, con leves correcciones).

Deambular

Deambular por la calle, escuchar voces ajenas, deseos de otros, charlas, enojos.
Caminar entre vendedores que buscan la diaria en cada esquina.
Deambular como si hubiese alternativas. Atajos contra el tiempo, aliviar la espera.
Allá el río, aquí la soledad en la marea humana.
Una librería y sus saldos, similares al cielo encapotado.
Un trueno.
Una tonada venezolana o colombiana que habla por teléfono, muy bella pero que contrasta con sus rasgos de tristeza y exilio.
Flâneur que recoge imágenes, olores, voces, un nadie de lujo en una ciudad viva. Y ajena a veces, por qué no.
El banco como reparo, pausa y tregua.

Sed

Imagen: Pixabay

Hubo una pausa. Una más entre la risa y el choque de vasos jubilosos.  Y se dio cuenta. Una señal de alarma, leve, imperceptible como la brisa que se colaba bajo la puerta, persistente y letal.

El trago sabía a celada premeditada, como la suya a su mujer, que lo esperaba en vela mientras él andaba de juerga con los amigos. Con el sueldo recién cobrado bastó una llamada para encontrarse con el Gitano y el Chino; en cuestión de minutos la segunda ronda de cervezas saturaba la mesa y elevaba las discusiones, que no llegaban a mayores gracias a una complicidad tácita entre los parroquianos.

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Las cosas de la memoria se convierten en algo que no fueron antes

Un viaje a París dispara los recuerdos y remite a Berie a su adolescencia en un poblado norteamericano, su trabajo a los quince años en el parque de diversiones Storyland y su relación de amistad con su amiga Silsby Chaussée.

En cierto modo mi infancia estuvo hecha de desperdiciar el tiempo, de deambular soñadoramente por el bosque e ilegalmente por las cloacas de cemento, gateando, o placenteramente sola en la casa (nadie en casa ¡por una hora!) chupando la sal de pedacitos de papel o escondida debajo de las mantas durante la tarde para crear un lugar nuevo, un espacio que no había existido en la cama antes, como en un ensayo para el amor. Quizás en Horsehearts -un pueblo que había recibido su nombre de una vieja batalla entre los franceses y los indios, una ciudad llena de caballos masacrados cuyos cuerpos ensangrentaban el lago y cuyos corazones se decía estaban enterrados en Miller Hill, un poco hacia el sur- las únicas cosas posibles eran la postergación y la fantasía. Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente. Solo cosas desenterradas de otro lado y rearmadas más tarde para ayudar a la mente a moverse. En esa época, sin embargo, era líquida, como una canción, no era gran cosa. Era simplemente un espacio con algunas personas dentro.
Pero se puede contar una historia de todas maneras.
Con una prosa intimista, melancólica y con pinceladas de humor, Lorrie Moore en ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, editado por Eterna Cadencia, nos sumerge en los recuerdos de una joven norteamericana, en tiempos de Vietnam, LSD y el desprecio a la autoridad y los poderes vigentes, donde todo era un boleto de salida; todo estaba mezclándose, en proceso, yéndose de casa, en todas las formas que esto sucedía.

Moore repasa la relación entre dos amigas como aquello que hemos perdido y que quizás nos hacía mejores. Las cosas en la memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño. El pasado se convoca en gran medida por un acto de brujería; las artes de una prostituta, collage y brebaje, ojo de lagartija, corazón de caballo. Aun así, la casa de mi niñez está grabada en mi memoria como si fuera la forma de mi propia mente: una mente con forma de casa; ¿por qué no? Fue a partir de esta mente particular que yo me atreví a cualquier peligro salvaje o postura sentimental o salto hacia algo lejano. Pero esta mente albergaba la semilla germinada de cada acto. Yo flotaba sobre ella, pero cerca, como las figuras en un Chagall.

Y en esas cosas de memoria la protagonista recupera su relación con Sils, incluso el reencuentro diez años después. Otras mujeres, otros cuerpos, el mismo pueblo, la certeza de haber crecido y no ser las mismas. Los jardines parecían más grandes y vacíos de lo que los recordaba, las casas más separadas y tristes, aunque bonitas. Un par de veces nos bajamos y caminamos. No había nadie en la calle. Las viejas tenían teman destellos de cuarzo hasta que caminábamos por alguna que había sido reparada o reemplazada con baldosas más opacas. Cuando pasamos por mi vieja casa, pareció desagraciada y obscena en su extrañeza; en mi mente las proporciones de la casa eran más cálidas, diferentes; en mi mente no era esto. Parecía ajena. Parecía confiscada. “Salgamos de aquí”, dije. Las carreteras eran carreteras rurales, todavía boscosas y llenas de anhelo y desesperación y de esa búsqueda de algo, cualquier cosa que estuviera pasando; o eran carreteras de rumores, llenas de curvas, carreteras inquietas, que por momentos parecían extenderse hacia adelante pero después simplemente daban vuelta sobre sí mismas, como serpientes comiéndose la cola.
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? No solo es una historia conmovedora sobre la amistad. También da cuenta de los sueños, de un tiempo de lazos pensados para siempre. Manejando sola por la autopista, más turbada de lo que podía tolerar, lloré en el auto como lloramos cuando dejamos a alguien de una manera amarga e intolerable. No sé por qué elegí esa oportunidad para llorar las pérdidas, para convocar todo ante mí: mi propia monstruosidad, mis afectos de dos pesos, de tres, de cuatro… Pero fue allí: lloré por Sils y por LaRoue, toda esa devoción y ese remordimiento, las estrellas derramando luz un millón de años después de muerta; lloré por los novios con los que ya no estaban, por los lugares y las personas que ya no conocía bien…
Consciente de los pactos para vivir que hacemos a diario, Moore nos propone la búsqueda de aquello que perdimos y alguna vez nos hizo plenos, en un relato intimista que es un coro de despedida a nuestra niñez. Hubo una tarde de abril, cuando yo estaba en tercer año, cuando el Coro de Niñas tenía que reunirse para el ensayo final antes del concierto de primavera. El sol se volcaba por las ventanas del gimnasio, y cuando ocupamos nuestros lugares en la tribuna estábamos paradas dentro de él, como si algo celestial hubiera descendido. Nuestra directora, Miss Field, empezó a guiamos moviendo los brazos, y un hechizo extraño nos embargó. Los nervios se tensaron y los huesos de los oídos se alinearon. Era el arreglo de la propia Miss Field de una rapsodia de Schubert, y las notas, por una vez, remontaron vuelo. Yo no capté la mirada de Sils, no pude hacerlo —ella estaba con las sopranos—, pero no importó, no era necesario, porque esto no era personal, cantar así, esta luz, esto eran niñas, después de semanas de ensayo, celebrando el trabajo etéreo de sus voces, el sonido de campanas, de pájaros, el sonido infantil que todavía podían lograr todas juntas. Juntas por la misma frase de la canción, nos entregamos; con bocas de rosa y de lavanda formamos una sola cosa viva, como un jacinto. Pareció aún entonces un coro de despedida a nuestra niñez y nos golpeó con fuerza en la mente y más abajo, en la espina dorsal, como un llamado, y en su ola y su marea nos alzó hacia el techo llenas de asombro y regocijo, así de hermosas sonábamos. Todas podíamos oírlo, elevadas en el aire, rodeadas por el sonido, sin varones ni padres ni nadie para decírnoslo, aunque no volvimos a conseguir la belleza de ese sonido nunca más. En toda mi vida como mujer -que empezó muy poco después y no sin riqueza-, no volví a vivir un momento como ese. Aunque a veces en mi mente puedo volver a esa tarde, puedo revivirla, navegar hasta ahí arriba otra vez hacia los paneles acústicos, los aros de baloncesto y el viejo reloj de roble, las armonías esmeradas que se soltaron de nuestras voces tan puras y exactas y livianas hicieron que nos preguntáramos después, mientras juntábamos nuestras cosas para irnos, cuán alto y rápido y lejos se habrían ido.

Sobre la autora
Lorrie Moore nació Glens Falls (Nueva York), Estados Unidos, en 1957. Ha publicado las colecciones de relatos Autoayuda (1985), Como la vida (1990), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía(2015); y las novelas Anagramas (1986, que será reeditada por Eterna Cadencia en 2020 con traducción de Cecilia Pavón) y Al pie de la escalera (2009). Sus artículos han aparecido en The New Yorker, The Best American Short Stories y Prize Stories: The O. Henry Awards. En 2018 publicó el libro See What Can Be Done, editado por Eterna Cadencia en 2019 con traducción de Cecilia Pavón. Entre otros premios, Lorrie Moore ha sido galardonada con el Irish Times International Prize for Literature, el Pen/Malamud Award y el Rea Award for the Short Story. Es miembro de la American Academy of Arts and Letters.
Foto: Imagen de Couleur en Pixabay

Publicado en Plan B Noticias