Moore repasa la relación entre dos amigas como aquello que hemos perdido y que quizás nos hacía mejores. Las cosas en la memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño. El pasado se convoca en gran medida por un acto de brujería; las artes de una prostituta, collage y brebaje, ojo de lagartija, corazón de caballo. Aun así, la casa de mi niñez está grabada en mi memoria como si fuera la forma de mi propia mente: una mente con forma de casa; ¿por qué no? Fue a partir de esta mente particular que yo me atreví a cualquier peligro salvaje o postura sentimental o salto hacia algo lejano. Pero esta mente albergaba la semilla germinada de cada acto. Yo flotaba sobre ella, pero cerca, como las figuras en un Chagall.
Autor: Horacio
Recuperar la poética de lo cotidiano
Voy a contarles un poco lo que me pasó, cuando pensaba qué compartir y comentarles. Me vinieron a la cabeza unos versos de Bertold Brecht, donde dice y se pregunta:
qué tiempo es este de hablar de los árboles
es casi un delito porque significa silencio sobre tantos males…
Salvando las diferencias, porque Brecht estaba hablando de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, yo sentí que no se podía hablar de los árboles. Por lo menos que no se podía hablar solamente, apolíticamente de los árboles. Entonces, quiero comentarles que estas reflexiones que quiero compartir con ustedes, no son apolíticas.
En primer lugar, porque no tengo la voluntad de que sean apolíticas. Además, sería un intento infructuoso, porque la palabra no es apolítica. Porque la especie humana no es apolítica, por lo tanto el lenguaje humano no es apolítico, ni el predicado verbal, ni los pronombres, ni los recursos retóricos, ni la educación.
Así que voy a comentarles un poco sobre la palabra poética y política. Creo que en las palabras suelen replicarse los mínimos debates, tensiones y enfrentamientos que en las sociedades que las pronuncian. Política es esa palabra donde esa pugna se hace evidente. Porque han proliferado quienes procuran reducir el concepto política a partidismo, a ser persona política, a ser militante, afiliado, candidato, pensar políticamente, a pensar maquiavélicamente. Esto persigue un objetivo —y convengamos que lo consigue muchas veces— empequeñecer la discusión que toda sociedad debe darse acerca de su presente, de su pasado y de su destino.
Arte, educación y política, son conceptos entramados y dependientes. Si la educación es vapuleada, es vapuleada la palabra de nuestros niños y nuestros jóvenes y con la palabra, sus capacidades, sus sueños y sus derechos. Entonces, la pregunta que todos nos hacemos, pero muy especialmente los escritores: ¿debe la literatura erguirse en defensa de la palabra atropellada? Quien sino.
A propósito del arte, dijo el filósofo y educador estadounidense John Dewey: “las cimas de las montañas no soplan sin soporte. Ni siquiera descansan sobre la tierra. Son la tierra, en una de sus operaciones manifiestas”. Con esta magnífica metáfora el pedagogo y filósofo, señala que el arte no se eleva con fuerza propia, sino que es un emergente de la realidad, la sociedad, el barrio donde se produce. Por eso, esta lección mía de hoy, estas ganas de hablarles de la necesidad de ejercer el lenguaje. Porque no hay arte sin dignidades sumadas, igual que no hay cima, sin siglos de rocas.
La antinomia arte-compromiso / estética-política / verdad-belleza, le sirve a los que procuran meter la música en una cajita con bailarina clásica y todo. Sin embargo, la historia grande de la literatura es un ejemplo permanente de compromiso político, de debate del novelista, del dramaturgo, del poeta con su tiempo. Como siempre, y más que siempre —quien sabe— la palabra poética será una balsa que nos mantenga en la superficie.
Mayoritariamente, antes de escribir, hablamos. Pensemos entonces en el riesgo que implica dañar el acceso a la mejor palabra. Si hablamos, decidimos. En todo caso, hablar es decidir. Es imposible que no haya decisión en el acto de hablar. Lo que puede ocurrir es que si nosotros no decidimos, va a decidir el pensamiento hegemónico. Digo: alguien decide. Si como escritores no decidimos creativamente la palabra, seguramente vamos a decir “su cabello era blanco cual la nieve”, “aquel barco parecía una cáscara de nuez en la tormenta”, “el cielo semeja un terciopelo azul cuajado de diamantes”. No decidimos nosotros, decide el pensamiento hegemónico.
Pero hay algo que yo creo que es mucho peor: cuando no ya como escritores, sino ya como personas, desestimamos la importancia de decidir nuestra palabra, va a hablar por nosotros el pensamiento hegemónico y entonces vamos a decir: “algo habrán hecho”, “quién la mandó a usar minifalda”, “los maestros tienen tres meses de vacaciones”, “no son treinta mil”. Entonces decidir el lenguaje es decidir lo que somos y lo que hacemos. Por eso, en estos tiempos, y recién lo decían de alguna manera, donde hay un ataque casi de ficción contra la educación plural y sensible, contra la gracia y la ternura, nos toca más que nunca decidir el lenguaje y ejercerlo con el mayor coraje. A eso le llamo yo poesía.
La educación, que tiene muchos deberes, —tarea tan vasta, tan ardua y tan maravillosa— tiene, en mi opinión, una principal: la educación tiene que darle herramientas a la soledad humana. Y en este sentido, la educación y el arte se parecen mucho. Pienso, por ejemplo, en la función simbólica y en la función mágica: ni el arte, ni la educación, se proponen adornar lo real, sino actuar sobre lo real. Cuando Picasso pintó El Guernica, ¿pretendería adornar una pared?; ¿o resignificar la realidad de la guerra? De igual modo, un maestro no pretende adornar al niño con preciosos saberes, sino actuar sobre el adulto que un día va a ser. En todo caso, incrementar en ese ser humano la densidad ética y estética.
Pienso, también, en el valor emancipador del arte, como así de la educación, porque en ambos espacios se reponen saberes y actitudes que ayudan a la reformulación de proyectos liberadores —eso es lo que queremos— tanto en lo individual como en lo social. Pero la cosa es que cualquier forma de despojo, requiere clausurar el lenguaje, recortar sus funciones más creativas y más contundentes. Dejar del lenguaje una versión anodina, denotativa, ajena o enajenante.
Por eso, en mi opinión y sin desconocer todas las disciplinas del conocimiento, que de paso se ha dicho, no existirían sin el lenguaje, se hace indispensable apuntar en todos los niveles de la educación al resarcimiento del lenguaje, al emponderamiento por parte de los hablantes de sus posibilidades poéticas, emocionales y sanadoras.
Recuperar la poética de lo cotidiano, me parece indispensable. Y no hablo solo de que los chicos produzcan sus propios textos, por ejemplo. Es una parte y no menor. Hablo de trabajar la palabra en el laboratorio, para hacerla reaccionar de lo ácido a lo básico, hablo de llevarla a la cancha y el deporte, hablo de una educación desde donde el saludo: buenos días chicos / buenas tardes chicos, se trabaje sobre la palabra consciente y decidida. Fácil no, garantizado menos, y sin embargo, indispensable.
Allí donde dice Lengua y Literatura, tendríamos que encender un fuego, bailar, jugar, estremecernos, honrar la equivocación, porque de ese modo se hizo y se hace el lenguaje. Bajar la importancia a los resultados y, en cambio, celebrar el proceso, porque es un proceso la palabra humana. Por suerte, las palabras son semillas que ni Monsanto puede hibridar o patentar. Semillas agradecidas, carne de perro, decía mi abuela, de esas que se aguantan la sequía y la helada. Déjenme creer que si las esparcimos en la buena tierra de nuestros niños, vamos a tener una gran cosecha. Déjenme soñar en estos días que si arrojamos palabras en el páramo, el próximo verano habrá verdor. Y hasta sembrar al viento, como de vez en cuando parece que hacemos, porque el viento hace pie en alguna parte, aunque sea lejos de nosotros. Y fecunda.
Por último, voy a tomarme el respetuoso atrevimiento de hablar en nombres de muchos de mis amigos. Algunos están acá: el Mario, el Esteban, de hablar en nombre de mis amigos y —creo yo— de la mayoría de los artistas argentinos. Le gusta creer a la burguesía engolada y coqueta que el arte es caótico, disparatado y disperso. Cosa de unos locos que se tiran de los cabellos en sus buhardillas y toman vino con las musas. Una versión mediocre del Montmartre.
Pero el arte es organización y es trabajo. Lamentaremos decepcionar tan victoriana acción, pero los artistas no andamos a los tumbos por un egocentrismo fashion, porque solo existimos si hay un pueblo que va al cine y al teatro, si los niños pueden perderse en la maravilla de los libros, si la gente canta mientras camina.
En estas jornadas, que son un puro honrar la palabra, honrar el lenguaje, repensarlo, pensarlo, reflexionarlo, quiero, para terminar, dejar mi granito de arena que es, hablando de poesía, decir lo mismo que acabo de decir pero de otra manera.
Le llamo poesía, le llamamos
a la aplomada hilera de ladrillos
a la sopa fragante
al cuaderno de puntas estropeadas
le llamo, le llamamos poesía
a la espalda doblada de los viejos
transformados en signos de pregunta
no importa si nos sobran endecasílabos
o si nos falta rima
le llamamos estrofa a todo lo que canta
le llamamos metáfora al sudor,
a la nuca dolida, al día que demora
a los huesos de Carlos Fuentealba
nosotros, que tendemos la ropa al sol
como la ropa blanca
llamamos poesía al día que nos toca
nos hacemos poetas
entre ayer y mañana.
Liliana Bodoc – «La literatura en los tiempos del oprobio»
Conferencia de apertura de las XVII Jornadas «La literatura y la escuela» de Jitanjáfora ONG. – Mar del Plata, 7 de abril de 2017. (Transcripción)
Uno no puede hacer nada con la fe de los otros
La pregunta
Inventar historias es la única forma de forjar nuevos sueños
Tijeras y pespuntes
Sábado de lo posible, mate. Vivir a pesar de1, apunta Lispector. Todos atrás y Dios de nueve(*), replico.
David Gilmour y Live at Pompeii. El repaso a fragmentos de textos que esperan a ser revelados. O no. La gata que espía desde la ventana con un quejido gutural. Temo por lo que mira y no veo. Luego de quedarse unos minutos se acuesta en la cama y se enrolla sin mirarme, anuncia frío.
Todavía transitan los despojos del silencio. Otra vez Clarice: la mejor luz para vivir era la de la madrugada2. La muerte, sus visitas. Digo lo que tengo que decir, sin literatura, cita Luis.
Me duelen los dedos, como si las palabras se resistieran a salir. Primeras luces, de malón fantasmal, de horizonte pampa entre álamos patagónicos.
Anclajes, travesías, poética de lo dicho, lo que se vislumbra entre palabras, el tono. Ni siquiera lo que se dice. La tijera, pespuntes en el texto. Sábado de correcciones.
(*) Verso de Todos atrás y Dios de nueve, Los Caballeros de la Quema.
1Lispector, Clarice, «Un aprendizaje o el libro de los placeres», Buenos Aires, Corregidor, 2013.-
2Obr. Cit.
Imagen de Sophie Janotta en Pixabay
Diálogo en la lluvia
Diluvia. Desde hace horas. Los transeúntes cruzan las calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia. Algunos se resignan y se quitan los zapatos. Otras insinúan la belleza de los pies a través de las medias. Hay prisa en los andares y nadie me ve, pese a que estoy siempre en la misma esquina.
A veces temo que la indiferencia me haga enloquecer. ¿Estoy vivo? Es una pregunta que me hago a diario y cuando la duda corroe el estómago y se aloja en mi cabeza, cruzo al negocio de enfrente, para ver mi rostro en una vidriera de ropa cara y trabajo esclavo.
El reflejo devuelve una barba acorde con la indiferencia de la sociedad y el niste opaco de la exclusión. Si no fuera por mis ojos, juraría que estoy muerto. A lo mejor lo estoy y no me doy cuenta. Aventuro que comencé a apagarme cuando me dejaste. No era para menos. Luego de que la fábrica cerrara y nos dejara a todos en la calle, se hizo cuesta arriba conseguir un nuevo empleo. Por lo menos uno que tuviera una pizca de dignidad.
Pero se inició antes. Cuando desguazaron las oficinas en el centro y llegaron aquellos consultores jóvenes hablando de globalización, reconversión productiva, competitividad, altos costos laborales. Debí darme cuenta que no había espacio para mí en ese esquema.
De pronto, esa vida a la que estábamos acostumbrados se esfumó entre los dedos, casi como el agua que desemboca en esta alcantarilla y acorraló lo poco que quedaba de nosotros. Una tarde regresé a casa, agotado de colas con desocupados y el cualquier cosa, le avisamos.
Me sorprendió oír el fluir del agua. Hasta que mis pies chapotearon sobre los cerámicos. No era bueno. No podía serlo. Y allí estabas: recostada en una bañera teñida de rojo. Horas que prefiero no recordar pero que esta lluvia y la corriente se empecinan en traer a mi memoria.
Luego quedó tu ausencia. Palpable, pedregosa, implacable. Lo terrible de la falta es el silencio, que tratamos de exorcizar con música, mascotas, paseos, voces. ¿Habrá algún espacio habitado por recuerdos olvidados, que arrastren lo cotidiano, aquello que nos hace nosotros?
Me preguntarás cómo se sigue adelante. No lo sé. La insana tozudez de algunos para no rendirnos. Malvendí el departamento (al fin y al cabo, son pocos los que deciden vivir en un sitio habitado por la muerte) y me recluí en una pensión de dudosa reputación, a la que regreso por las noches, mientras en el día deambulo por una ciudad cada vez más ajena, como todas cuando pierden la razón de nuestra llegada.
Regreso a la pensión (pido disculpas si estoy más errático que de costumbre), si vieras las historias que hay allí; a vos, que te gustaba contarlas. ¿Sabés? Hay días en que la tentación de acompañarte es tan grande que salgo con desesperación a la calle, a ver si algún conductor imprudente me hace el favor. Pero no he tenido suerte. Y mirá que hay bestias al volante.
Extraño los trenes. Una vía sólida nos trajo hasta aquí pero enmudeció desde hace tiempo. A veces me siento en el andén y espero. Solo espero. Hay otros días, menos oscuros, con un destello de ilusión donde me siento extrañamente vivo. A ellos también me aferro para no ceder. Además, sé que te enojarías mucho si me ves llegar, dónde sea que estés. O no. Jugar con la tentación de la muerte es una forma de estar vivo.
Diluvia. Desde hace horas. Y aunque no lo hiciera, seguiríamos dialogando ¿No?, un esbozo de sentido que roza la locura pero que todavía me mantiene en pie, mientras hurgo entre las bolsas de basura, en estas calles convertidas en una suerte de Venecia renacentista en decadencia.
(Texto del 2014, con algunas correcciones).
Control de daños
Castañuelas rotas, memoria quebradiza, el banco de una plaza abandonada.
Hipocresía, apagón informativo, rabia como fluido espeso*
La lluvia y sus golpes bajos.
Picar cebollas, un atajo para soltar las lágrimas. Los hombres no lloran, No.
Los versos garabateados, las voces y las máscaras.
Frases como listas, como si sirvieran de algo.
Los textos que faltan, las lecturas que reparan, el arte y la belleza, libros, lugares donde anclar la esperanza.
Nosotros.
(*)En préstamo, de Alejandra Costamagna, El sistema del tacto.
Opacar el ruido de un tren que no es un tren
La muerte de un familiar es una excusa para volver a casa. ¿Alguna vez terminamos de irnos?, ¿y si nos vamos, pensamos en regresar?, ¿nos arraigamos en nuevos lugares? Son algunas de las preguntas que se desprenden de la novela El sistema del tactode Alejandra Costamagna.
Se esconde el jardín inundado de maleza
Solía creer que las fotos eran más precisas que los recuerdos, por captar los momentos tal y como son y volverlos indiscutibles. Son datos objetivos, mientras que la memoria con la edad se vuelve impresionista y selectiva en los detalles, como la literatura. Pero después de repasar los archivos me he dado cuenta de que las fotografías también distorsionan la realidad que pretenden captar. Para conseguir la toma perfecta, se esconde el desorden y el jardín inundado de maleza se deja fuera del cuadro. Además, las imágenes carecen de contexto: el motivo de las ausencias, lo que pasó antes y después, las simpatías y antipatías entre los presentes, o el disgusto de alguien por estar allí. Cuando oyeron «whisky», todos miraron a la vez al ojo mecánico de la cámara y se pusieron la máscara de la felicidad, de tal manera que cincuenta años después cualquier observador supondrá que lo estaban pasando en grande. Siempre tengo la precaución de cuestionar tanto lo que se ve como lo que queda oculto. Utilizo las fotos para activar un complemento de la memoria emocional. Lupa en mano, estudio de cerca los detalles de las imágenes en blanco y negro.
Amy Tan, «Recuerdo de un sueño»