Un triciclo contra una locomotora

Ernesto milita en el ERP y Antonio, el Cabezón, en Montoneros. El primero integra el comando Ho Chi Minh y está clandestino. El segundo, en una Unidad Básica de Combate (UBC), sin clandestinidad total y con trabajos en la superficie. Amigos desde la infancia, necesitan verse de vez en cuando. A pesar del peligro y de que no es seguro.

Nosotros dos en la tormenta, de Eduardo Sacheri, retrata la década del setenta. Personas de a pie, militantes comprometidos y otros que que viven en su mundo, pero que no pueden escapar al torbellino de una época convulsa.

Ambientada en 1975 y dividida en las estaciones del año, la novela transita entre las actividades de las células guerrilleras y la vida cotidiana. Para Antonio —en algún momento— la alegría y la esperanza de un mundo más justo, ya no es completa. Y entonces duda.

No sucede lo mismo para Ernesto. Son la vanguardia que llevará el pueblo a la victoria. Estamos derribando al capitalismo. Estamos peleando una guerra mano a mano contra los poderosos y sus esbirros y les estamos ganando. Sueña con ir a Tucumán, a pesar de los miedos de su padre y las advertencias sobre una muerte cercana. Porque si hay algo más que comparten los amigos, es no cortar con los lazos familiares.

«Ahí acabás de llegar a lo del Cabezón y puedo quedarme tranquilo. Sería para reírse, si no fuese para llorar. Me deja tranquilo algo tan simple como que mi hijo de veintitrés años caminó sin romperse la crisma por encima de algunas paredes medianeras hasta lo de su amigo de acá a la vuelta. El mismo hijo que acaba de llegar sano y salvo hasta lo del Cabezón es integrante de una célula de combate de un ejército revolucionario que planea tomar el poder para llevar adelante una revolución socialista y, para eso, tomaron las armas y desarrollan una «guerra popular y prolongada» contra las fuerzas armadas del Estado capitalista. Esas fueron tus palabras cuando me lo explicaste. Te pusiste muy serio, muy formal, cuando me lo dijiste.

De todos modos te agradecí que me lo dijeras. Soy bastante viejo y bastante estúpido, pero sé que tus superiores no deben estar de acuerdo con el hecho de que hables de estas cosas conmigo. Conociéndote, te debe haber costado bastante romper las reglas de tu gente para contármelo. Pienso «tu gente» y me da un poco de envidia, del mismo modo que me da un poco de alivio que me lo hayas contado. Porque eso significa que tu padre sigue siendo, a su manera, aunque sea un poco, tu gente. Tu otra gente, por lo menos».

A medida que avanza el año, la violencia recrudece. Se suceden las bombas, asesina a militantes, se planifican secuestros y ajusticiamientos y se consolidan las certezas de un futuro aciago.

«¿Habrá un futuro en el que este presente cobre algún significado? ¿Llegará un día en el que podamos hablar sobre cómo atravesamos, vos y yo, esta tormenta desquiciada? ¿Tendremos la oportunidad de contarle al otro, como se le relata a un recién llegado, qué fue de nuestra vida durante su ausencia?

No lo sé, hijo. No lo sé. Quiero pensar que sí. Que hay delante de nosotros alguna clase de futuro. Que esta visita tuya no es la última. Que así como ahora nos acordamos de nuestras prolongadas conversaciones desde el techo del galponcito, dentro de un tiempo, no importa cuánto, pero dentro de un tiempo, nos acordaremos de esos años en los que vos eras miembro del ERP y andabas por ahí con tu guerra revolucionaria, y yo me pasaba los días rogándole a un Dios en el que no creo que nadie te mate mientras tanto. Estos días me estuve acordando mucho de una novela de la que hablamos no hace tanto tiempo. Charlamos sobre ella en una sobremesa, en el frío del patio de atrás, cuando mamá ya se había acostado y antes de que te fueras a encontrar con el Cabezón atravesando medianeras».

Miedos de un padre, dudas entre los militantes:

—Lo que yo te dije fue que nos la pasamos meta y ponga con «el pueblo» esto, «el pueblo» lo otro, «el pueblo» lo de más allá.

—¿Y qué, con eso? —Alejandro intenta contenerse y no gritar, pero el escepticismo del Cabezón a veces lo saca de quicio.

—¿Qué con eso? Que está todo atado con alambre, Ale. ¿Quiénes forman parte del pueblo? ¿Quiénes no? ¿De dónde sale la verdad de que nosotros somos sus intérpretes? Mejor dicho, ahí tenés: ustedes y nosotros nos peleamos por ser los verdaderos intérpretes. Ustedes dicen que nosotros no lo somos. Nosotros decimos que ustedes no lo son. Ahí tenés.

—Pero si te ponés en esa actitud nihilista no hay manera de salir, Cabezón.

—¿Nihilista?

—Bueno, llamala relativista.

—¿Relativista por preguntarme, con toda la humildad del mundo, quién carajo nos dio a nosotros, o a ustedes para el caso, o a nosotros y a ustedes, el certificado de que somos el pueblo, o los intérpretes de la voz del pueblo?

A pesar de todo, el tren no se detiene. «… No puedo, y en una de esas tampoco quiero, impedir que la imagen me venga una vez y otra vez: me acordé de vos en el triciclo, ese triciclo rojo que tenías y con el que andabas como un endemoniado por este mismo patio, a tal velocidad que a tu madre le daba miedo. Recién te escuchaba y te imaginé en las vías del Ferrocarril Sarmiento montado en el triciclo, no con tu aspecto de ahora sino con el que tenías a los tres años, que mamá te dejaba los rulos medio largos y cuando andabas en el triciclo te flotaban atrás mientras te reías como un enajenado, bueno, eso me imaginé, vos por las vías del Sarmiento derechito contra la trompa de uno de los trenes Toshiba japoneses que trajo Frondizi, vos con la misma alegría medio maníaca, con el mismo desparpajo, con la misma inconsciencia».

Una sociedad y un mundo en movimiento donde las consecuencias serán trágicas. Un triciclo rojo que avanza endemoniado contra una locomotora. Todos en la tormenta.

Publicado también en Plan B Noticias.

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